
Nayara Alto Atacama: el lado lujoso y desconocido del desierto
El precio de este hotel es exclusivo, pero también lo es la experiencia que entrega en San Pedro. Es el lujo de acceder a lo desconocido.

La van se menea como un auto de rally mientras atraviesa un camino que es apenas una huella. Alrededor, lo más parecido a la nada: una mezcla de arcilla, roca volcánica y sal se esparce inerte por docenas de kilómetros a la redonda. Un paisaje que muchos, como si supieran, comparan con el de la Luna o el de Marte, pero que en realidad solo se parece a sí mismo: no hay otro lugar en el mundo como el desierto de Atacama.
Estamos a menos de una hora de San Pedro de Atacama, el vórtice turístico de esta zona, que en la última Semana Santa tuvo una tasa de ocupación hotelera del 98 por ciento. Aunque ahora es mayo, oficialmente temporada baja, el pueblo igual luce lleno de turistas, principalmente extranjeros, que lo recorren con el asombro de quien aterriza en otro planeta. Pero al lugar donde nos lleva la van, un sitio que se conoce como Vallecito, en la periferia del Valle de la Luna, además de nada, tampoco hay nadie.

La excursión la lidera Joel Colque, guía del hotel Nayara Alto Atacama que además es campeón de trail running andino. A diferencia de casi todos los guías turísticos de San Pedro, Joel no llegó escapando de la ciudad, buscando oportunidades o un despertar espiritual; Joel, como el cielo sin nubes, siempre estuvo aquí: igual que sus padres y abuelos, nació en Machuca, un caserío cerca de Río Grande, a pocos kilómetros de acá. Sus pómulos afilados delatan que pertenece al pueblo licanantay, los habitantes del desierto a quienes los españoles, cuando invadieron la zona, denominaron como atacameños.
“Esto es Vallecito”, dice Joel desde el asiento de copiloto, mientras mira hacia atrás a los pocos pasajeros que vamos en el vehículo. Tras bajarnos, nos lleva a la que antiguamente era una mina de sal: un cerro grisáceo, tan rugoso y brillante que parece de utilería. Nos ponemos a su sombra y Joel empieza a contar que estos cerros, por muchos millones de años que tengan, aún siguen en movimiento. Que a pesar de no albergar vida, están vivos. Nos pide silencio, le hacemos caso y rápidamente la roca, desde su interior, empieza a crujir. Crac, crac, crac.

“Eso que escuchan es la sal”, explica Joel. “A esta hora, cuando el sol se pone, la temperatura baja y la sal se contrae, como si quisiera abrigarse. Mañana, cuando el sol aparezca, la sal también sonará pero porque estará expandiéndose. Así, cada vez que vengan, el cerro habrá cambiado, y hará un ruido para advertirlo”.
Lo escuchamos, a él y a la sal, con total atención. La gracia de las salidas que organiza el hotel Nayara es que pocas veces superan las cinco personas: la experiencia es siempre íntima y personalizada. El lujo de estar a solas con la naturaleza.
Aventuras cinco estrellas
Apenas tres kilómetros al norte de San Pedro de Atacama, alejado del trajín pero no aislado de la civilización, está el hotel Nayara Alto Atacama. En la orilla derecha del río San Pedro, encajonado entre las cordilleras de la Sal y los Andes, sus instalaciones color terracota se mimetizan con el entorno, como si también fueran creación de las fuerzas de la naturaleza.
Tiene 42 habitaciones, todas en una sola planta, hechas en adobe para regular mejor la temperatura y no competirle al paisaje, una roca de un amable tono arcilloso, que combina elegantemente con el furioso cielo celeste.

La aridez no es absoluta, porque el hotel consiguió generar un oasis andino en su interior. Hay cultivos de granadas, algarrobos, cactus y, rodeando las amplias terrazas de las habitaciones, unos cercos de cachiyuyos, llamativos arbustos verde pálido cuyas hojas están cubiertas de cristales de sal. “Son comestibles”, nos dice la anfitriona del hotel, también originaria de la región, como gran parte del staff.
Las piezas tienen entre 50 y 70 metros cuadrados, con cama king y una decoración minimalista y rústica, a cargo del chileno Enrique Concha. Algunas artesanías locales adornan las paredes pero no mucho más: la invitación es a mirar afuera, esa paleta desértica que solo existe aquí.
Por eso, Nayara no se ahorra en ofrecimientos de excursiones, la mayoría incluidas en la estadía. Desde los alucinantes géisers del Tatio —para los cuales se sale a las 5 de la mañana y se sube hasta los 4.600 metros de altura— o las tranquilas lagunas del Salar de Atacama, donde la mayor exigencia está en distinguir un flamenco andino de uno chileno.
Muchas de estas actividades son aptas para familias y niños, como la visita a Cejar, una laguna salada donde es posible bañarse, la contemplación de arte rupestre cerca de Yerbas Buenas o una caminata por el camaleónico Valle del Arcoíris.

Para fomentar las visitas familiares, durante la temporada baja —entre el 15 de junio y el 31 de julio— el hotel Nayara Alto Atacama ofrecerá estadía gratis, y una cama adicional, a niños y niñas menores de 12 años que compartan habitación con sus padres. Además, tendrá un 20% de descuento en la segunda habitación si es ocupada por menores de hasta 16 años.
Cada una de las salidas es liderada por un guía del hotel, que si no nació en la zona, como Joel, seguro lleva más de treinta años viviendo en San Pedro, como Claudio. Él nos llevó hasta las Termas de Puritama, 30 kilómetros al norte del pueblo, un destino que tiene costo extra pero que vale absolutamente la pena: son ocho piscinas de tibia agua mineral, poco visitadas en esta época, con suaves cascadas que masajean la espalda mientras uno se deja hipnotizar por el silencio.

También se puede optar por un atardecer en Ckamur, como hicimos después de conocer Vallecito. Podría ser la sabana africana, porque escasos algarrobos entregan pizcas de sombra en la sequedad, pero en realidad es el comienzo de lo que se conoce como Llano de la Paciencia: un páramo de decenas de kilómetros que solo se podía cruzar apelando a esa virtud, hoy tan escasa. Ahí, justo frente al volcán Licancabur, puntudo como un dibujo infantil, la van se detiene y Joel despliega una mesa llena de delicias: vino, galletas saladas, tapenade de aceitunas, frutas, quesos y cerveza, justo a tiempo para observar la puesta de sol.
Dos veces por noche, y todas las noches, en el observatorio que tiene el hotel se hace una clase de exploración astronómica. Aprovechando este cielo, el mejor del mundo para observarlo, un astrónomo realiza un didáctico taller de contemplación. Acá lo único que hay que desplazar es la mirada y descubrir constelaciones que, en las iluminadas noches urbanas, permanecen escondidas.
Nayara: una atracción en sí misma
Pero si la naturaleza no te llama ni te conmueve, y caminar en altura te produce más mareos que excitación, el hotel puede ser un destino en sí mismo. Como nos cuenta su mánager, Franco Rienzo, el Nayara Alto Atacama es parte de The Leading Hotels of the World, organización que representa a más de 400 hoteles de lujo en casi 80 países. Eso, que puede parecer un dato más, es garantía de un servicio de excelencia, instalaciones impecables, una ejecución sustentable —con paneles solares y reutilización de aguas grises— y una comodidad de punta.

Desde el desayuno, un buffet que mezcla lo clásico —una amplia carta de huevos, café de especialidad y surtido de panes— con lo local, como sopaipillas, queso de cabra y arrope de chañar, un dulce jarabe de la zona; hasta las diversas posibilidades de relajo para matar la mañana.
Su spa, llamado Puri —agua, en la nativa lengua kunza—, tiene dos saunas privados, uno seco (a 80 grados) y otro húmedo; seis piscinas de agua mineral temperada y dos jacuzzis, uno interior y otro al aire libre. Todos ellos se pueden reservar para tener una experiencia íntima y exclusiva.

Y el menú de tratamientos, que tienen costo extra, es inmenso: pueden ser masajes con hierbas aromáticas, piedras calientes o descontracturantes ($80 mil), tratamientos con barro altiplánico, de exfoliación profunda o drenaje linfático ($85 mil), todos personalizados y que pueden terminar en una ducha escocesa y una taza de té chai en la terraza.
Cada habitación, además, cuenta con dos mats de yoga, que se pueden usar en cualquiera de los amplios espacios abiertos que tiene el hotel. Pero si uno quiere salirse de uno mismo, en el medio del hotel hay una granja de amigables llamas, que aceptarán felices de la vida a que entres y las alimentes con la alfalfa que ahí se cultiva.
Dentro, el acogedor bar funciona de 11 AM a 11 PM, con una coctelería llena de sabores altoandinos. Un pisco sour con rica-rica, un old fashioned con muña-muña, jugos de granadas cosechadas en el huerto: la barra está abierta y los bartenders dispuestos a preparar lo que uno pida.

La excelente cocina, a cargo del chef Jorge Díaz Banda, está en plena transición: de una carta más clásica, con cortes tradicionales de vacuno y salmón, quieren pasar a un menú que incluya más productos locales, como quinoa, maíz, papas nativas y pescados de la región. De todas formas, el gazpacho de melón tuna o el pastel de choclo con queso de cabra no defraudaron.
Tampoco el asado al aire libre, que se hace un par de días a la semana, con variados tipos de carne, vegetales asados y siempre un impecable maridaje.
El precio del Nayara Alto Atacama —desde 600 dólares la noche, traslado al aeropuerto, comidas y excursiones incluidas— es exclusivo, pero también lo es la experiencia que entrega en el desierto. Es el lujo de acceder a lo desconocido.
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