Columna de Constanza Michelson: No se llama salud mental



¿Por qué ocurre con tanta frecuencia que los discursos parecen ir por un lado y nuestras vidas por otro? Como si las políticas y los decires no lograran conmover nuestras formas de vida. Salud mental es una de esas cosas que al separarse de la vida sensible se transforman en clichés o en normas.

No se puede llamar salud (o enfermedad) mental al sufrimiento así como así. Tampoco al insomnio cuando no se sabe si habrá amanecer; ni depresión cuando “el aumento de la esperanza de vida” no convence al deseo de vivir; menos a la tristeza que es feliz en la melancolía. Se puede, en cambio, llamar salud o enfermedad a una úlcera, al colesterol o la glicemia alta; a lo que requiere sutura como una herida, o silenciarse como una arritmia. Tampoco se puede hablar de salud mental cuando se trata del silencio que grita en una cama con más distancia social que la del supermercado, o a la distancia que duele por la marca de clase social, invisible, pero salvaje. Pienso que es mezquino reducir a categoría de trastorno al agobio por el encierro con quienes -si tenemos suerte- son los que amamos, pero así y todo resulta insoportable ser padre, madre, hije, amante o lo que sea, de manera ininterrumpida. El problema es que, con demasiada prisa, todas estas situaciones de vida son reducidas a unas categorías escuálidas de la salud mental, prescribiendo entonces sutura, desinfección y silencio.

La palabra salud mental atenta contra la salud mental.

La pondría en el listado de palabras sin vuelo, sin promesa; palabras modernas, pero somníferas: innovación (¿produce algún deseo un futuro cuya imagen son “soluciones versátiles para la vida moderna”?), educación de calidad, amor propio, emprendimiento, enemigo invisible, helado de vainilla. Palabras que secuestran la experiencia, palabras de funcionario. Palabras que no habilitan la posibilidad de un renacer.

Dirán que es un concepto necesario para acordar algo entre los profesionales de lo mental. Consenso sí, pero consenso cobarde, porque lo que hace es transar la pregunta profunda y compleja sobre la vida por una idea sanitaria. Si el bienestar es entonces salud, no es extraño (aunque es muy extraño) que frente a las catástrofes salgan muchos en estampida a comprar papel higiénico: a falta de Dios, la asepsia es el opio del pueblo.

La salud es un concepto en disputa. No hay que olvidar que la homosexualidad recién salió en los 70 del gran manual de los trastornos mentales. Pero, paradójicamente, así como la sexualidad se va liberando de categorías que la patologizan, al mismo tiempo ha habido una complacencia silenciosa con la expansión de clasificaciones que aplastan las experiencias vitales. Luego, los modos de existencia, las formas de fluir, las geometrías (¡malditas si se quiere!) del deseo son reducidas a unidades mínimas de lenguaje para hablar de sí mismo, categorías que no dejan pensar ni dan opción: “Soy depresivo”, “soy limítrofe”.

Sin duda, son tiempos de desesperación. Y eso que al comienzo -quizá demasiado pronto, considerando lo inédito de todo esto- fueron consejos (algunos bastante infantilizantes) de los expertos para mantener la cordura, hoy se han transformado en otro cliché horripilante: “La pandemia de la salud mental”. Expertos, y otros no tanto, furiosos, con datos bajo la manga, advierten los efectos psíquicos del encierro y la incertidumbre. A veces con fines políticos, otras, con genuina preocupación. Pero el asunto en juego es que la forma de enunciar un diagnóstico es lo que da forma al problema y su solución. Si el diagnóstico se llama “pandemia de salud mental”, entonces la prescripción es una psicohigiene de la angustia.

El lenguaje importa, porque es una racionalidad de las ideas admitidas, también marca los límites del pensamiento. Las palabras son el modo en que las personas se constituyen, intervienen en lo que son y en el mundo que habitan. El lenguaje es la hegemonía. Y la lengua de la administración y del cálculo -que por supuesto debe existir- si se extrapola ahí donde debe haber poética y política, entonces no es extraño que la salud mental opere como un concepto (y no una experiencia) que se adelanta, que nombra fenómenos sin escuchar antes, prescribe categorías y medicinas al por mayor.

Las personas no hablan en la lengua de la estadística, no dicen “ojalá tuviera salud mental”, “deseo que mis hijos tengan salud mental”, en cambio, sí se preguntan qué es una vida vivible, una vida con deseo, aun cuando eso implique algo de angustia y locura. La urgencia de la angustia no puede atenderse como una urgencia médica y ofrecer caminos trillados, costumbres infundadas o un gatopardismo de autoayuda.

Con qué claridad lo vieron los antiguos, recordó Alvaro D. Campos hace algunos días en una publicación: “Platón diferenciaba el médico filósofo que se orienta a los fines últimos, del médico de esclavos, que ataca lo contingente con rapidez y cabeza gacha en pos de la utilidad inmediata”.

Gabriela Mistral escribió sobre la majestad de la palabra como actitud frente a la vida, una que permite estar presente y sentir agudamente la responsabilidad sobre los dichos y los actos. Solo así es posible salir de la miseria de la mera subsistencia. Una ciudad sin deseo, donde sus habitantes comen, procrean y trabajan de manera mecánica, es, según Anne Carson, una en que se descuida el arte de contar historias y la gente piensa solo en la que ya sabe, en las categorías que les son dadas. ¿Contamos hoy con las herramientas políticas y antropológicas, un lenguaje para la invención y la imaginación de nuevos principios?

Quizá una política para la salud mental debiera ser en primer lugar un lenguaje que permita pensar la existencia como algo más digno que una farmacia.

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