Mordor

Pulso

La torre del Costanera Center es nuestro Mordor, esa montaña gigante y maligna que domina y ordena la Tierra Media en la ficción de Tolkien y las películas de Peter Jackson; un lugar que siempre es oscuro y terrible.


Alguna vez escribí una crónica sobre cómo la torre del Costanera Center podía verse desde casi todo Santiago. Durante el mes que tardé en hacerlo la torre se me apareció como una figura omnipresente e inevitable. Recuerdo que recorrí toda la ciudad para comprobarlo. La veía todo el tiempo y desde todos lados; desde la línea 5 del metro y a pie en la calle, desde balcones de casas de amigos, desde todo tipo de terrazas; o se me aparecía a la salida del aeropuerto; en el camino a Chicureo; o reaparecía en el sector norte, cerca de la estación Dorsal. De hecho, recuerdo estar tomando un café en la oficina de un amigo y descubrirla con sorpresa desde el campus San Joaquín; o abrir los ojos en un bus a la entrada de Santiago y percibir aquella aguja clavada sobre el horizonte, brumosa por la niebla sucia de la contaminación al modo de un monumento inesperado y horrible.

No es raro: la torre del Costanera Center es nuestro Mordor, esa montaña gigante y maligna que domina y ordena la Tierra Media en la ficción de Tolkien y las películas de Peter Jackson; un lugar que siempre es oscuro y terrible. Pero en nuestra realidad, Mordor iba a ser otra cosa: la celebración simbólica del éxito comercial de Horst Paulmann, su dueño. No sucedió. Terminó como la parodia de un rascacielos y un símbolo de muerte, como un panóptico que controla el paisaje. Eso, porque hay en ella una pátina que ensucia y redefine la condición hipermoderna de la que hace alarde, como si su arquitectura megalómana y obsesionada con presidir el skyline de la ciudad no fuese más que un reflejo de los rituales privados de los ciudadanos que se suicidan ahí una y otra vez. Tapados los cuerpos por carpas en pequeños perímetros aislados por la PDI, el mall y las tiendas siguen funcionando como si nada hubiese pasado, higienizando la tragedia al ocultarla de la vista de los otros, obligados todos a seguir en lo suyo a pesar del drama que tenían a la vista.

Eso ocurrió a comienzos del presente mes y volvió a suceder ayer, al parecer. Los usuarios de redes sociales de nuevo sugirieron poner mallas de seguridad pero hay algo horroroso que persiste en el lugar. Hace un año un hombre que fue al cine se perdió. Tomó la escalera equivocada y encontraron su cuerpo cinco días después; se había caído y su hija dijo que tenía demencia senil pero eso no quita el hecho de todo el tiempo que estuvo desaparecido en esos pasillos infinitos y concéntricos, ahora convertidos en un laberinto de muerte.

Un par de años antes, a una persona que amenazaba con lanzarse al vacío la multitud le gritaba que se tirara. Todo quedó registrado: los momentos tensos del suicida, la multitud alimentada por el morbo y el olor a la sangre, el drama convertido en un espectáculo dispuesto para ser grabado con un celular, presentado como otra más de las atracciones disponibles en el centro comercial.

Un apunte final: recuerdo que cuando escribí la crónica, llegué a soñar de modo obsesivo con la torre. Por unos días, el edificio del Costanera Center tenía algo alucinatorio, era una imagen insistente que redefinía lo real. Ahora me doy cuenta que quizás ese era su objetivo: volverse parte de nuestros sueños, ofrecerse como un decorado en nuestra imaginación. Su triunfo fue a medias; el monumento terminó siendo Mordor, se volvió apenas una fantasía oscura más de este horroroso Chile, otras de las pesadillas que la ciudad nos imponía como su símbolo de muerte más actual.

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