Columna de Diana Aurenque: “La verdad os hará libres”
“La verdad os hará libres” -así se sentencia en el Nuevo Testamento. Sin embargo, la afirmación bien podría haberla dicho un filósofo. Pues, si hay algo que la filosofía anhela, en su búsqueda por saber y comprender mejor, es justo eso: la verdad. Pero la verdad está en una profunda crisis.
No solo porque, si restamos de la ecuación a Dios -a aquella consciencia sapiente y omniabarcante tras la verdad del apóstol Juan- sabemos que solo accedemos al conocimiento a través de perspectivas e interpretaciones, sino también porque en nuestra era digital, llena de opiniones, exposiciones y visualizaciones, la verdad se ha vuelto más esquiva que nunca. El “ser”, lo “real”, nunca fue tan similar con el “a-parecer”, con ser-visto, como en la actualidad.
Tradicionalmente, lo verdadero es otra cosa; es la adecuación o concordancia entre hechos (lo que ocurre) y dichos sobre esos hechos (enunciaciones). Pero en tiempos digitales, de posverdad y fake news, los dichos sobre los hechos no cuentan con el respaldo de lo concreto a verificar. Sabemos de cosas que “vemos” y “oímos” a distancia; mediatizados por pantallas, RRSS o medios de comunicación. ¿Cómo se ampara lo verdadero en un contexto tan etéreo?
En filosofía sabemos lo difícil que es desmentir un rumor cuando se instala. Porque a diferencia de los conocimientos, por ej. de la ciencia, estos no se refutan o se comprueban con experimentos. El rumor es más poderoso: su permanencia no necesita de pruebas para validarse, solo tiene que “rumear” o “rugir” como indica su etimología. Basta que alguien “ruja” (diga) algo y ese sonido resuena donde tenga eco -por ej. cuando se “viraliza” en el espacio digital.
Si dudamos de un Dios omnisapiente -o pensamos que, incluso si existe, debe estar ocupado con miles de cosas más importantes que contarnos verdades- tenemos que recurrir a otras formas de alcanzar, sino “la” verdad, al menos lo más cierto posible. Por ello recurrimos a la justicia, a una llena de imperfecciones y fallas, pero que, a fin de cuentas, es la institución que creamos para resguardarnos en derechos y deberes que, a su vez, aceptamos para resolver conflictos, imputar responsabilidades o dar castigos. Dejar que la jurisprudencia actúe no implica -por desgracia- que proporcione ni verdad ni “justa” justicia. Pero al menos nos enmarca en un mínimo civilizatorio de regulaciones que validamos en el pacto social y que, viceversa, valida indirectamente ese mismo pacto. Todo lo demás es barbarie o delirio.
No hay caso más emblemático y coherente que recordar aquí a Sócrates, a aquel filósofo amante de la verdad y la justicia que, incluso siendo víctima, aceptó un juicio y condena injusta -a costa de su propia vida-. Sócrates sabía, como el apóstol Juan, que la verdad sí nos hace libres. Porque aun cuando la justicia falle hoy, es y será siempre la historia la que se encargue de restituirla -aunque tarde en llegar.
Lo triste, con todo, es saber que para que aquella verdad histórica, la de “lo real”, tenga lugar siga habiendo justos que paguen por pecadores.
Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile