Columna de Gabriela Clivio: “Te perdí, la culpa fue mía”



El miércoles 8 de marzo, la Cámara de Diputados rechazó la idea de legislar sobre el proyecto de reforma tributaria presentado por el Ministerio de Hacienda. Luego de ocho meses de “diálogos”, y como consecuencia justamente de una mala escucha, llegamos al peor de los escenarios: el de no legislar.

Por supuesto que luego se escucharon varios discursos y juicios sobre quiénes se beneficiaban de este rechazo, pero lo cierto es que Chile no ganaba con una mala reforma tributaria, que partía de un diagnóstico errado, mostrando una brecha en materia de recaudación con la OCDE que no era tal, y que fue posteriormente ajustada, aunque no completamente corregida. También se dijo que esta propuesta solo afectaría al 3% de la población, cuando en realidad era negativa para las pymes y, por lo tanto, para muchos más que el 3% más rico. El proyecto de ley era, además, devastador para el mercado de capitales, al imponer un impuesto de 22% a la ganancia de capital, sin un estudio que respaldara ese gravamen. La iniciativa tampoco mencionaba el alto grado de informalidad de la economía (a mi juicio, al menos uno de los temas más importantes y relevantes del cual debemos hacernos cargo) y no avanzaba en la ampliación de la base tributaria, es decir, en el número de personas sujetas al pago de impuestos.

El rechazo a la idea de legislar sobre un mal proyecto me hizo acordar el escenario vivido el 4 de septiembre, donde a pesar del resultado en las urnas, hubo varios a quienes les faltó una dosis de humildad para aceptar no solo una derrota política, sino la existencia de una silenciosa mayoría que vuelve al centro (o que mejor dicho vuelve a “centrarse”) y abandona los extremos.

Seamos honestos; si miramos la historia de los últimos años, en la reforma tributaria anterior se esperaba recaudar un 3% del PIB. Se recaudó apenas algo menos de la mitad, y el crecimiento económico durante esos cuatro años, entre 2014 y 2018, fue de apenas un 1,7%. Así, el sueño de alcanzar el estatus de economía desarrollada comenzó a alejarse.

El crecimiento económico, del cual tanto se habla, no es un fin en sí mismo (al igual que el aumento de la recaudación), sino que constituye una herramienta para lograr la reducción de la pobreza y una mejora en la calidad de vida de todos. No hay nada mejor para recaudar más que una economía que crece, y si bien el último Imacec nos sorprendió positivamente, lo más probable es que la economía este año se contraiga, es decir, que simplemente no crezca o incluso que muestre un crecimiento negativo.

Por lo anteriormente descrito, no debe sorprendernos que en los países más ricos se recaude más a través de los impuestos, precisamente porque el crecimiento es una fuente importante de recaudación. No hacer referencia a estimular la economía o al crecimiento en una reforma que, a mi juicio, era la más dramática de los últimos años, es perderse la oportunidad de avanzar en un verdadero pacto fiscal. Una reforma tributaria debe estimular la inversión como manera de incentivar el crecimiento y una mayor recaudación en el futuro. Lamentablemente, esta reforma afectaba la inversión y el ahorro de manera negativa y, por tanto, el crecimiento futuro y la riqueza a repartir.

Por no escucharnos perdimos una gran oportunidad de tener un buen proyecto de reforma tributaria para financiar gastos permanentes. Sin embargo, no es cierto que las promesas hechas durante la campaña electoral ahora no van a poder financiarse. Por un lado, el combate a la evasión es algo que debe buscarse. Por otro, el proyecto del royalty recaudaría cerca del 0,6% del PIB y los impuestos correctivos recaudarían otro 0,4%. Pero lo más importante y de lo que nunca se habla es de la posibilidad que tiene el gobierno de reasignar gastos, eliminando programas mal evaluados y destinando esos recursos a iniciativas o compromisos adquiridos. Si no se cumplen ciertas promesas, la culpa no la tiene el rechazo (de la propuesta de reforma tributaria).

Por Gabriela Clivio, economista

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