Columna de Héctor Soto: Identidades

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Estambul


DILEMAS. Dicen que para José Donoso que el tema de la identidad cultural era un invento de Octavio Paz allá por los años 50. Obviamente era otra de las exageraciones suyas. Lo que sí está claro que era difícil suponer que el tema llegaría a tener la importancia que tiene hoy. Al menos habría que reconocer la mirada profética de Paz, para Donoso un autor al que nunca leyó con mucha atención y que considera “superior a su obra”. Al decirlo, pareciera que lo estaba exaltando, pero en realidad lo estaba tirando a partir. Menos mal que no todos los países tienen problemas de identidad, pero entre los que los padecen hay varios, en verdad, regiones enteras, que son muy importantes. El caso más patente quizás es el de Turquía, que tiene un pie en Occidente y otro en Asia, y el más dramático el de Rusia, que lleva más de dos siglos con el alma dividida entre la Rusia europea, la que quiso Pedro El Grande cuando fundó San Petersburgo de la nada y con la idea de ponerle un pie encima a las ciudades más antiguas y bellas de Europa, y la Rusia moscovita y asiática, que para él era la imagen de una nación bárbara y regresiva. Orlando Figes, gran historiador, escribió un libro formidable sobre este desgarro (El baile de Natasha) recientemente reeditado por Taurus. Para qué decir que esta misma escisión se ha hecho muy brutal ahora con la guerra de Ucrania, conflicto que bien podría ser la cancelación definitiva de la vocación no solo europea sino también globalizadora de Rusia. Con todo, no nos asombremos antes de tiempo. Nosotros, América Latina toda, también tenemos la conciencia escindida. ¿Somos occidentales o somos otra cosa? ¿Nos interpreta García Márquez con Macondo o nos sentimos más cómodos con Borges? Yendo específicamente al caso nuestro país, ¿cómo nos apeamos? ¿Con la bandera chilena o con la mapuche? ¿Con la chilena, la mapuche y varias otras? Vaya, vaya. El dilema que a nadie se le habría pasado por la cabeza 20 o 100 años atrás: ¿una sola nación o pluralidad de naciones? A diferencia de los turcos, los rusos y otros países latinoamericanos, nosotros lo vamos a tener que esclarecer el asunto pronto. En concreto, en el próximo plebiscito de salida. No nos hagamos muchas ilusiones, eso sí: en Chile las definiciones duran poco.

FRACTURAS. Las naciones en paz con su identidad y su destino tienen la mitad de la suerte comprada. Las que no, como Irlanda con el IRA en los 60 y España en los 70 y 80 con la ETA, pueden llegar al borde mismo del precipicio por la vía del terrorismo. El español Fernando Aramburu escribió sobre esa tragedia española una novela que no está mal, Patria (Tusquest), pero que no es tan buena como a menudo se cree. El actor Kenneth Branagh, por su parte, que además se cree realizador, utiliza el conflicto irlandés como telón de fondo de su película Belfast para componer unas memorias de infancia que son desabridas, muy cobardes políticamente hablando y además narcisistas. Lo único que queda claro es que el hombre fue un clamoroso seductor desde chiquito; donde ponía el ojo, ponía la bala. ¡Bien por él! Pero que vaya al psiquiatra para manejar su ego. ¡Y que por favor deje de hacer películas!

BORGES. Entre tantos escarceos en torno a la identidad, el autor de ese cuento metafísico y sobrecogedor que es “El Aleph” creía tener las cosas claras. Hoy día, eso sí, su planteamiento es políticamente muy incorrecto y constituye casi una provocación. Pero hay sin duda coraje y originalidad en lo que dice. Borges no hablaba mirando el rating de las encuestas. Tenía la más absoluta convicción de que los latinoamericanos éramos occidentales. No solo eso: “Creo -dijo en una entrevista- que somos europeos desterrados y que podemos ser más europeos que los europeos, que son meramente ingleses, alemanes, franceses. En cambio, nosotros podemos heredar todo el Occidente. ¿Por qué limitarnos a una nación, a una región determinada?”. En teoría quizás su punto de vista funciona. Pero, vamos, la gente de Santiago. Manaos o Lima jamás se confundiría con la de Birmingham o Ginebra. Ni hablar en términos de comportamiento.

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