Columna de Javier Sajuria: La vergüenza del negacionismo de octubre



Humilde en la derrota y prudente en la victoria. Ese dicho parece habérsele olvidado a quienes, amparados en el resultado del plebiscito de septiembre, pretenden borrar con el codo más de 15 años de movilizaciones sociales y descontentos. Con el apelativo peyorativo de “octubrismo”, pretenden circunscribir nuestra crisis institucional a un fenómeno aislado. El problema es que en ese afán se esconde un oportunismo mezclado con negacionismo; un anhelo de que todo cambie para que no cambie nada.

Uno de los principales errores de los sectores de izquierda fue interpretar que el triunfo del plebiscito del 2020 implicaba la victoria de sus ideas en el 70% del electorado. Por un buen tiempo, muchos se negaron a aceptar que, al menos, la mitad de los votantes de derecha apoyaron una nueva constitución. Ese mismo error es el que parecieran estar tomando muchos quienes votaron rechazo en septiembre y que leen que ese resultado es el fin de la crisis institucional. Ocupan la monserga de que es hora de preocuparse de los problemas reales de la gente (¿aló? ¿1999?) en vez de la constitución, como si las pensiones, el sistema de salud, o incluso la capacidad del Estado para perseguir la delincuencia y coordinar las policías no fuesen temas entregados al ámbito constitucional.

Pero quizás lo más vergonzoso no se refiere al negacionismo de los problemas sociales ni de las frecuentes movilizaciones que han ocurrido en el país desde 2006, sino a pretender que las violaciones a los DD.HH. después del estallido no existieron o no fueron tan graves. Diferentes informes internacionales, aceptados por el entonces gobierno, detallan con crudeza los abusos sexuales, golpizas y apremios cometidos por fuerzas policiales a los manifestantes. La demora de condenas judiciales no nos ha detenido de condenar la situación de violaciones a los DD.HH. en otros países, menos nos debieran detener a condenar lo ocurrido en Chile.

Es vergonzoso ver a políticos y columnistas minimizando lo ocurrido, así como es vergonzoso ver a ex ministros como Gerardo Varela poniendo en duda la gravedad de los actos. Amparados en un triunfo electoral prestado, creen que pueden reescribir nuestra historia reciente a antojo. Y la verdad es que lo creen porque lo han hecho, consistentemente, minimizando la desigualdad, construyendo el mito de un país próspero sin fracturas y, recientemente, desconociendo el contexto mundial para plantear que el estallido de octubre no es el fruto de nuestros males, sino que la causa.

La crisis institucional chilena es anterior al proceso constituyente, y probablemente se extienda por muchos años más. Mientras más veamos a nuestros representantes y líderes de opinión tratando de desconocer nuestras grietas, más dura será la caída cuando éstas se expongan. Ya está claro que una nueva constitución no es una bala de plata ante todos nuestros problemas, pero tampoco lo es pretender que no existen. El sistema político falló en la primera respuesta que dio al proceso, ojalá el negacionismo y la miopía no les impidan acertar en esta oportunidad. El problema es que lo visto hasta ahora por parte de los triunfadores de septiembre da más vergüenza que optimismo.

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