Columna de Oscar Contardo: Advenedizos

María Elisa Quinteros junto a Elisa Loncón y Jaime Bassa.


Después de dejar la vicepresidencia de la Convención Constitucional, el abogado Jaime Bassa escribió lo siguiente en su cuenta de Twitter: “Me emociona mucho pensar cómo dos personas que no nos conocíamos de nada logramos formar un equipo de trabajo con tanta sintonía”. Bassa se refería a Elisa Loncón, la lingüista elegida para presidir la etapa de instalación del proceso constituyente. Lo normal sería que, en un país de 18 millones de habitantes, ninguno de los dos tendría por qué haberse topado antes. Nacieron en lugares distantes, se educaron en regiones diferentes y se desempeñan en disciplinas académicas distintas. Fue un proceso político lo que los llevó a formar un dupla exitosa. El comentario de Bassa, sin embargo, es significativo, porque bajo otras condiciones, en un medio como el chileno, nadie se hubiera sorprendido si quienes asumían tan altos cargos hubieran tenido algún tipo de vínculo laboral, social o incluso familiar. En ciertos ámbitos del poder en nuestro país la posibilidad de encuentro entre totales desconocidos es escasa o improbable. Lo habitual es que sea todo lo contrario y que las decisiones se tomen entre gente que se cruza con frecuencia pasmosa en lo doméstico y lo público. Lo corriente es que esa singularidad local sea tomada como natural o republicana.

La cobertura mediática presenta este fenómeno, el de la endogamia, como si se tratara de una “casualidad” o incluso como rasgos propios de nuestra democracia, sin arrojar una luz crítica sobre lo que significa. Hacerlo sería de mal gusto. De hecho, habitualmente la prensa da una cobertura liviana o anecdótica al tema, al punto de, por ejemplo, informar sobre el nombramiento de un gabinete incluyendo el colegio en el que habían estudiado los ministros -generalmente un puñado de establecimientos de Santiago-, tomándolo como una competencia interescolar. En nuestro país, en demasiados ámbitos de tomas de decisiones el mundo parece encogerse, hasta el punto de reunir sólo a grupos demográficamente minúsculos, que se alternan en cargos y rangos. Las caras nuevas son escasas, cooptadas con pinzas luego de largos periodos de prueba y observación.

En esta descripción de hechos no hay tanto una crítica individual a conductas personales, como un sinceramiento de cómo el sistema, del que todos somos parte, funciona y se reproduce. La pauta indica que parte de las credenciales para llegar a ocupar un espacio de poder son las redes de respaldo de quien postula a ejercerlo: de dónde salió fulanito, quién conoce a zutanita. Ser, por lo tanto, alguien “desconocido”, que no porta ningún vínculo social de origen, es un vacío en el currículum y un escollo para avanzar. La base de cómo entendemos en Chile que alguien sea “confiable”, es decir, “conocido”, para llegar a puestos donde se toman decisiones, tiene que ver más con ese rasgo cultural que con cualquier otra destreza o virtud. La confianza, por lo tanto, depende de la pertenencia a un determinado círculo social, familiar, la exhibición de certificados de vínculos de clase y la adhesión a sus usos y costumbres. Todo lo que está más allá de ese estrecho radio que define “lo confiable” es sospechoso.

Recuerdo una entrevista a un destacado abogado en la que hablaba sobre un escritor, sin que tuviera que ver con el tema de la nota, afirmando que antes de que ese escritor tuviera éxito editorial era un “don nadie”. Cuando lo leí me quedé pensando en esa expresión y sobre cuándo es que se empieza a ser “alguien” en Chile. ¿Hay gente que nace siendo alguien y otra que no? También pensé en la irritación que llega a provocar en determinados ambientes que gente que nació siendo “nadie” llegue a ser “alguien”.

Esta manera de coexistir tiene sus consecuencias, una de ellas es que sólo una mínima proporción de las formas de vida de quienes habitan este país es representada públicamente como dignas de estar en lugares de poder. Lo que aparece en esos espacios tiende a ser sólo una fracción del total, sin embargo, esa pequeña proporción suele ser presentada como si fuera el todo, el total: solo algunos puntos de vista, solo un repertorio acotado de experiencias de vida, solo determinadas apariencias y una muy restringida manera de entender los acontecimientos. La pauta se repite una y otra vez en paneles de medios, vocerías institucionales, representantes de todo tipo y candidaturas gremiales y políticas. Todo lo que escape a ese rango será juzgado como sospechoso o “impresentable”.

Hasta ahora, lo que ha sucedido es que la Convención Constitucional ha desafiado ese patrón: el origen de la mayoría de quienes la componen es muy distinto al habitual y los elegidos para la mesa directiva están lejos de ser los acostumbrados a encabezar las jerarquías institucionales. Frente a este hecho, muchos se apresuraron a calificar la Constituyente de “circo”, porque no aparecía allí el orden acostumbrado de las cosas: ni las caras, ni los cuerpos, ni las voces, ni el lenguaje, ni los ritmos, ni las biografías. Gran parte de la animadversión que provoca la Constituyente surge porque desafía lo que hasta ahora habíamos entendido como el orden natural de las cosas, uno en donde había advenedizos invisibles al poder que rara vez tendrían derecho a un espacio para ejercerlo, porque aunque fueran la mayoría demográfica, habían nacido fuera del círculo, en el área en donde las probabilidades de llegar a ser alguien siempre son escasas o inexistentes.

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