Columna de Óscar Contardo: La plaza resignación



En tres años ha pasado de todo. Al estallido social del 18 de octubre de 2019 le siguieron manifestaciones políticas multitudinarias y periódicas en Santiago y en regiones. Eran protestas contra un gobierno, pero también contra una forma de vida. En la capital el punto de concentración era en el sector de Plaza Baquedano o Italia, rebautizada popularmente como Plaza Dignidad. Las revueltas violentas de los primeros días incluyeron incendios, saqueos, heridos y muertos, es cierto, pero la gran mayoría salía a protestar, no a delinquir.

Quienes periódicamente acudían a las concentraciones sucesivas de noviembre y diciembre de 2019 pertenecían, según la encuesta Zona Cero de la U. de Chile, a sectores de ingresos medios, personas con estudios superiores. Eran chilenos y chilenas criados en democracia, que se sentían frustrados por una promesa de prosperidad incumplida y salían a la calle para ser escuchados. El mínimo común entre quienes protestaron era el sentimiento de abuso crónico por parte de una élite política, económica y social que desatendía los efectos de sus actos de soberbia. Las conductas impropias, reñidas con la ética y con las leyes, protagonizadas por miembros del establishment fueron expuestas en progresión geométrica desde mediados de la década pasada, cuando, escándalo tras escándalo, el estupor de la opinión pública era seguido de la cerrazón política y la impunidad judicial. ¿Eran esas causas asuntos inventados o espurios? No. Eran demandas concretas sobre temas que afectan la vida diaria: salud, sueldos, pensiones, educación, devastación ambiental, reconocimiento de los pueblos originarios. Finalmente pedían respeto. Todo eso quedó sintetizado popularmente en la palabra “dignidad”.

El estallido fue violento, hubo incendios y hubo saqueos, hubo cientos de personas violentadas por agentes del Estado y una crisis de derechos humanos, pero lo que hubo de manera abrumadora fue una protesta y una demanda de los sectores de ingresos medios y bajos. A juicio de sociólogos como Emmannuelle Barozet y otros autores, la alianza tácita entre ambos grupos durante las manifestaciones fue la presión que permitió el acuerdo parlamentario que abrió paso para el proceso constitucional. Vino la pandemia. Las movilizaciones anunciadas para marzo de 2020 fueron suspendidas por la emergencia sanitaria. A eso le siguió una crisis económica que persiste agravada por una de seguridad, con una delincuencia armada y violenta, como nunca antes había existido en Chile. La tasa de homicidios trepó y en paralelo la pulsión autoritaria de la población, un fenómeno en alza que ya había sido auscultado y advertido por los académicos Kathya Araujo, de la Usach, y Juan Pablo Luna, de la PUC.

La reacción de los sectores políticos conservadores, la élite tradicional en general y sujetos cooptados de ocasión, fue un despliegue de poder comunicacional y económico formidable: sabían ejercerlo y era evidente que lo harían. Lograron torcer el relato de la demanda por dignidad y sumergirlo en el de la seguridad, acuñando y poniendo en circulación conceptos vacíos -octubrismo, ñuñoísmo-, pero seductores para una población rendida a una pulsión autoritaria creciente. Asimismo, aprovecharon cada uno de los muchísimos errores cometidos por los miembros de la Convención Constitucional, esa mayoría diversa y plural que representaba un mundo que había permanecido subalterno e invisible a los salones en donde siempre se tomaban las decisiones, pero que parafraseando un ensayo de Amanda Labarca resultó ser incapaz de asumir un desafío político de gran envergadura. No lo lograron. Construyeron para sí la imagen de un pueblo que sólo existía en sus anhelos y una realidad romantizada muy distinta a la porosidad de nuestra forma de vida que se aferra a un presente continuo y rehúye a la memoria histórica. Algunos convencionales, demasiados, ofrendaron todo el material posible para facilitarles el trabajo a sus oponentes y no desarrollaron en el trance un sentido de responsabilidad rectora. Fracasaron.

El anuncio del acuerdo de esta semana para continuar el proceso constituyente es el fruto de un fracaso que marcará las décadas por venir. La nueva propuesta representa el triunfo de una élite conservadora que dio con la manera de frenar los grandes cambios, esta vez gracias a los votos, dándole una nueva dirección al proceso: ya no será la representación del país diverso y plural, sino una elección acotada en número y supervigilada por “expertos” -lo que quiera que eso signifique- postulados por los partidos. Como una muestra del nuevo tono que marca el acuerdo, el diputado Vlado Mirosevic, presidente de la Cámara, anunció con vehemencia que los expertos no recibirían remuneración porque “se trata de personas que, porque tienen un compromiso incondicional con el país, servirán a Chile a través de esta instancia”. Aunque el gobierno se apuró en advertir que rectificará el punto para que los “expertos” sí reciban remuneración, las palabras de Mirosevic revelaban una manera de entender el mundo -representantes nobles que no necesitan de un sueldo- que creíamos superada hace un siglo y sepultada por una modernidad democrática que exige transparencia y no sólo sellos de certificación tribal.

El acuerdo, la puesta en escena para firmarlo, fue la constatación de que Chile no cambió, sigue siendo el país de siempre, en donde la inmovilidad es sinónimo de mesura y la seriedad, un atributo de clase.

Lo que se puede sacar en limpio después de estos tres años es que las transformaciones necesitan algo más que un ímpetu coyuntural, también de la frialdad para reconocer el poder del adversario, los puntos ciegos propios, la historia natural de nuestra convivencia como pueblo y la capacidad de encontrar en la situación más difícil la oportunidad apropiada para ejecutar el primer paso que llevará al siguiente. De momento, la esperanza es solo un lugar vecino a la resignación.

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