Columna de Pablo Ortúzar: Véanlo venir



La Concertación gobernó democráticamente casi el mismo tiempo que duró la dictadura liderada por Augusto Pinochet. Durante esas dos décadas, siempre mantuvo una ventaja moral sobre sus adversarios basada en haber estado en el bando de las víctimas del régimen militar, y no en el bando de los victimarios. Usando un concepto de Francisco Vidal, cuando las credenciales democráticas se ponían sobre la mesa, la derecha salía siempre perdiendo.

Por supuesto, el corazón de la Concertación tenía un lado oscuro al que todos sabían que no había que aproximarse. En él estaba escondido el fantasma de Allende: la historia de la hiperinflación y el caos institucional y de orden público bajo su gobierno, de cómo los socialistas le habían hecho la vida imposible, de cómo los democratacristianos habían apoyado el Golpe y participado de la redacción de la Constitución de 1980, y de cómo la izquierda renovada encontraba, al final del día, bueno el orden establecido por la dictadura. Todo lo indecible.

Los hijos de la Concertación, por supuesto, conocían el secreto. Y el juego de la nueva izquierda fue extorsionar a la vieja sacando esos muertos del clóset. Ellos, los jovencitos impolutos, admirarían y defenderían abiertamente la obra y el legado de Allende (pero leído bajo los anteojos de Carlos Altamirano). Ellos castigarían y se apartarían de la DC, ellos borrarían cada vestigio de la dictadura. Avanzarían sin transar de nuevo.

El 2019 la legitimidad sacrificial de las víctimas de la dictadura ya se encontraba agotada. El Presidente Piñera, carente de otra fuente de autoridad, había raspado esa olla hasta sacar aluminio. La conciencia de ese vacío es la que empuja a la nueva izquierda a intentar llenarlo con las “víctimas de la represión” durante el estallido. Todo el relato psicodramático que planteaba a Piñera como un tirano sanguinario violador de derechos humanos era un esfuerzo semiconsciente por recuperar un podio de altura moral incontestable. Ellos, la nueva izquierda, gobernarían desde los altos palacios de la superioridad moral e intelectual, conquistados con la sangre de dudosos y ajenos mártires.

Sin embargo, el cálculo salió mal. La realidad se mostró menos maleable al relato de lo que pensaban. Y la violencia criminal desatada por el estallido comenzó a degradar rápidamente sus espacios luminosos. Gabriel Boric alcanzó a ganar la Presidencia, pero el ambiente ya era otro: nadie debería haber olvidado que perdió en primera vuelta frente a José Antonio Kast. El brote de histeria identitaria elitista, siguiendo las recetas de Laclau y Mouffe, no ayudó mucho: fue abriendo un hiato cada vez más profundo entre la situación de la mayoría ultrajada por el crimen y la de las minorías ansiosas por acaparar visibilidad y poder. La Convención Constitucional fue una especie de Versailles de las identidades que pensaban que la partida estaba ganada y sólo faltaba repartirse el botín. “No es su platita”.

Y luego golpeó, todavía golpea, el desastre. El hundimiento del gobierno con guitarra, el triunfo del Rechazo y la victoria electoral arrolladora de republicanos. Pero el daño no es sólo electoral o en el plano de la popularidad. Todo eso es contingente y mutable. El peor y más duradero perjuicio autoinducido se ubica en el campo simbólico: la nueva izquierda quedó como un partido que está del lado de los victimarios. De los delincuentes, los inmigrantes ilegales peligrosos, el crimen organizado, el etnoterrorismo. En suma, de los abusadores del desorden. Los malditos indultos, en este sentido, fueron un error político sin vuelta atrás. Quedaron debajo de la mesa de la superioridad moral.

Esta transfiguración afecta todo lo que el gobierno hace, y deberían notarlo. Si imaginaban la conmemoración de los 50 años del Golpe como una celebración de la figura de Allende y una reivindicación de su gobierno, pueden terminar abriendo la puerta a todo lo contrario. Ya transmutaron el 4 de septiembre, día del triunfo de Allende, en un día de derrota para la izquierda. Nunca, durante los 50 años que han pasado, los males de los mil días se habían sentido tan cercanos como hoy. Y nunca los derrotados del 88 habían gozado de mejor salud. Véanlo venir.

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