Opinión

Desempleo: la trampa de los promedios

Foto: Andrés Pérez Andres Perez

Con frecuencia se hacen análisis de las cifras económicas, incluyendo la actividad productiva, inflación y desempleo, entre varios otros. Dado que los indicadores más relevantes se publican de manera periódica, el ejercicio analítico consiste en analizar sus diferencias respecto de los registros previos. Esta interpretación matemática permite hacer diagnósticos e incluso pronósticos de lo que está ocurriendo en ciertas áreas de la economía, interpretando tendencias y promedios generales. Pese a que esta revisión es positiva, no siempre refleja la realidad de un país especialmente diverso como Chile.

En efecto, los promedios son insuficientes para conocer realidades específicas, sobre todo sociales. Por ejemplo, la tasa de desocupación nacional para el trimestre móvil agosto-octubre 2025 fue de 8,4%, lo que implica que casi 866.100 personas están cesantes o buscan trabajo por primera vez. Sin embargo, el desempleo no se distribuye de manera homogénea, ya que el decil de menores ingresos tiene una participación laboral cercana al 30% y un desempleo que supera el 36%, mientras que el decil de mayores ingresos muestra una participación laboral de más del 85%, con un desempleo de un 2%. El desempleo en Chile esconde una realidad social mucho más compleja y desigual de lo que parece.

Las cifras mencionadas no consideran a los “inactivos que estuvieron disponibles” (IED), que corresponde a personas que no buscan empleo (por lo tanto, no incluidos en la tasa de desocupación), pero que declaran estar dispuestos a trabajar si tuvieran la oportunidad. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Empleo (ENE), este grupo suma cerca de 962.000 personas.

Adicionalmente, un reciente estudio de la OCEC-UDP estima que los subempleados superan las 2.000.000 de personas. Este último indicador agrupa a las personas que se encuentran trabajando menos horas de las que podrían destinar (el indicador incluye a quienes trabajan menos de 30 horas semanales, siendo 18 horas el promedio en Chile) o que se desempeñan en trabajos para los cuales están sobre calificados por nivel educacional (percibiendo al menos un 30% de menor renta).

De esta manera, si sumamos los desocupados, los IED y los subempleados, nuestra economía no está siendo capaz de absorber las necesidades de trabajo que tienen más de 3.828.000 personas, lo que afecta la productividad, crecimiento económico, movilidad social y potencial de realización personal de millones de personas y sus familias. ¿Es culpa de la política pública? En parte sí, ya que el país no otorga los incentivos adecuados para una mayor inversión y desarrollo, ni tampoco está siendo eficaz en producir más empresas (sobre todo pequeñas y medianas) que tengan capacidad de crecer y crear empleo. Y si vamos un paso más allá, también la educación superior debiera estar más orientada a las necesidades del país, pues no está necesariamente formando para la inserción laboral, lo cual muchísimas personas requieren. Frente a este desacople, me asalta la siguiente pregunta: ¿Por qué la autoridad le exige indicadores de empleabilidad solo a la educación técnico profesional y no a las universidades?

Lo descrito es una muestra de que necesitamos profundizar los análisis, de que las cifras económicas deben revisarse con cuidado, sin naturalizar los cambios marginales a los que estamos acostumbrados. Mientras mayores son las diferencias que tiene un país, menos sirven los indicadores agregados para conocer la realidad. La política pública debiera siempre considerar los impactos específicos, no solo los generales ni los promedios. Quizás la frase que mejor refleja este arraigo cultural que tenemos con los promedios es la de Nicanor Parra: “Hay dos panes. Usted se come dos. Yo ninguno. Consumo promedio: un pan por persona”.

Por Lucas Palacios Covarrubias, Rector Inacap

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