Opinión

El triángulo imposible del Fondo de Educación Superior

Andres Perez

La educación superior es clave en el desarrollo de las sociedades, no solo por su aporte al conocimiento y la promoción de valores democráticos, sino también por su impacto en el crecimiento económico. En economías modernas, la formación avanzada impulsa el crecimiento y las oportunidades individuales. Frente a esto, los sistemas de financiamiento de la educación superior enfrentan un triple objetivo: aumentar cobertura, mejorar calidad y contener el gasto fiscal. Cumplir simultáneamente estos tres objetivos a largo plazo es inviable si el financiamiento recae exclusivamente en el Estado. La experiencia internacional muestra que priorizar uno o dos implica sacrificar el tercero. La única vía sostenible es combinar recursos públicos con aportes privados.

La literatura económica respalda que los estudiantes contribuyan al costo de su educación, dado que obtienen beneficios personales significativos. A la vez, el Estado debe participar por los retornos sociales que genera. Para no limitar el acceso, especialmente entre los más vulnerables, una opción adecuada son los préstamos contingentes al ingreso, que ajustan el pago según la capacidad económica del egresado, mitigando riesgos y promoviendo equidad.

Asimismo, la competencia regulada entre instituciones puede elevar la calidad y eficiencia. Permitir aranceles diferenciados dentro de márgenes razonables, incentiva innovación y diversificación, siempre que se acompañe de mecanismos robustos de aseguramiento de calidad y subsidios bien focalizados, que eviten beneficiar a quienes pueden pagar.

En este marco, el diseño del Fondo de Educación Superior (FES), que busca reemplazar al CAE, presenta riesgos relevantes. Al ofrecer gratuidad hasta el noveno decil y limitar el copago al 10 % de los mayores ingresos, reduce drásticamente la contribución privada, afectando la sostenibilidad fiscal. Experiencias internacionales muestran que esquemas de gratuidad amplia sin una base sólida de aportes pueden deteriorar la calidad.

Además, restringir la autonomía de las instituciones para fijar aranceles o generar ingresos propios debilita su capacidad para invertir en mejoras académicas, atraer talento y diferenciar su propuesta. Esto, en un contexto donde la actual política de gratuidad ya ha mermado sus finanzas. En lugar de promover una competencia regulada orientada a la calidad, el FES corre el riesgo de homogeneizar hacia abajo, desincentivando la diferenciación y la excelencia.

Otro aspecto crítico es la focalización. Excluir solo al 10 % de los mayores ingresos no asegura eficiencia en el gasto. El noveno decil incluye hogares con capacidad de contribuir, y otorgarles subsidios totales puede resultar regresivo. Un enfoque más justo sería asignar beneficios según necesidad individual, optimizando el uso de recursos públicos.

Finalmente, aunque el FES se organiza como un fondo revolvente, su éxito y sostenibilidad dependerán de contar con una institucionalidad sólida, una estructura de recaudación eficaz y un cumplimiento adecuado por parte de los egresados. Sin estos elementos, será difícil sostener un sistema masivo, de calidad y sin endeudamiento.

En síntesis, al eliminar aportes privados, restringir la autonomía institucional y no focalizar adecuadamente los subsidios, el FES compromete la calidad y sostenibilidad del sistema universitario. Sin un enfoque mixto y técnicamente robusto, podría terminar reproduciendo los problemas que busca resolver y debilitar el sistema en su conjunto.

*El autor de la columna es decano de la Facultad de Administración y Economía UDP

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