Columna de Daniel Rodríguez: Esclavos de sus palabras

El ministro de Educación, Marco Antonio Ávila, junto a la subsecretaria de Educación Superior, Verónica Figueroa Huencho, y Leonor Varas, directora del Demre, anunciaron el inicio del proceso de inscripción a la nueva Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES).
FOTO: CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO


Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar

Hace ya siete meses, el actual Ministerio de Educación inició su instalación con un mensaje claro: la educación estatal sería el centro de sus preocupaciones. En particular, en educación superior, este discurso resultó chocante para los rectores de las universidades privadas del Cruch, que no estaban acostumbrados a ser tan odiosamente diferenciadas de sus pares estatales. Hasta hace poco, esta idea gozaba de viento de cola: la malograda Convención Constitucional institucionalizó dentro de su fracasado proyecto la discriminación estructural y perpetua entre el mundo privado y estatal en educación. Puede que la población haya reaccionado negativamente al exceso que representaba la eliminación de la provisión mixta en educación, pero no hay forma de saberlo. Sin perjuicio de eso, la rotunda votación del 4 de septiembre cambió el contexto, pero ¿habrá morigerado la agenda de las autoridades del Mineduc?

Lo que se ha visto hasta la fecha no es prometedor, pero hay un aspecto que es de carácter grave. Se ha sabido que la Subsecretaría de Educación Superior ha rechazado el ingreso al financiamiento institucional para la gratuidad de dos universidades privadas y un instituto profesional también privado. Ambas universidades afectadas han hecho saber a la opinión pública que la negativa ha sido a causa de cálculos cuestionables, o resquicios legales de baja relevancia, que de hecho no hacen parte de los requisitos que la Ley de Educación Superior establece en su articulado permanente. En otras palabras, si nos atenemos al espíritu de la ley emblema de la Presidenta Bachelet, la gratuidad es un derecho de los estudiantes y su idea es que sea lo más amplia posible dentro de las restricciones presupuestarias. Por eso los requisitos de acceso no son especialmente exigentes. La Subsecretaría ha sido muy vaga y poco transparente respecto de las razones detrás de su rechazo.

¿Puede uno confiar en el criterio de la Subsecretaría? El deber cívico obliga a confiar en las instituciones. Pero hay límites cuando no se construye confianza. Cuando una autoridad recorre el país repitiendo su preferencia por las instituciones estatales, cuando se hace invisible el rol, aporte y contribución del sector privado, cuando se eliminan de forma intempestiva canales de comunicación público privados (como el Consejo Asesor de Educación Superior), da para pensar que –quizás– la decisión de negarle la gratuidad a tres instituciones privadas que evidentemente cumplen los criterios de la ley es, en el fondo, la manifestación de una preferencia política y, en alguna medida, arbitraria. Sin ir más lejos, las instituciones a las cuales se les fue negada la gratuidad tienen indicadores similares a varias universidades estatales y también otras privadas que ya están en gratuidad. ¿Hay un componente político? Si no lo hay, ¿no sería más fácil establecer un diálogo con las instituciones que permitiera subsanar las desavenencias menores y dejarlas entrar, velando, tal como lo han dicho, por el derecho de la educación de los estudiantes?

Así, el peso de la prueba está en la autoridad. Los miles de estudiantes que podrían beneficiarse de la gratuidad están a la espera de una autoridad que supere sus prejuicios y cumpla la ley. El Presidente de la República ha reconocido equivocaciones en muchas materias, y ofrecido disculpas. Quizás sus ministros y subsecretarias podrían aprender de eso.

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