
La guerra

En San Francisco, un día como hoy, hace 80 años, se firmó la Carta de las Naciones Unidas: la piedra angular del orden internacional posguerra. Su innovación más trascendental fue prohibir la amenaza o el uso de la fuerza entre Estados. Con su entrada en vigor, atrás quedó la era en que los Estados conservaban un derecho limitado a recurrir a la fuerza militar; y nació, en su lugar, una prohibición general. Al menos, en el papel.
Los negociadores de la Carta acordaron dos excepciones. La primera: cuando el Consejo de Seguridad de la ONU autoriza el uso de la fuerza, como ocurrió en Libia en 2011. La segunda: cuando un Estado ejerce su derecho a la legítima defensa ante un ataque armado.
Esta segunda excepción es tan necesaria como compleja, pues no existe una autorización previa para la guerra, sino (a lo más) un control de legalidad expost cuando la fuerza militar ya fue utilizada. Entonces la pregunta es: ¿qué significa actuar en legítima defensa? Existen ciertos consensos. Por ejemplo, que la legítima defensa solo existe frente a un ataque que es inminente o ya ha comenzado. Es decir, no existe un derecho a la legítima defensa preventiva frente a amenazas o ataques futuros. Por eso, por ejemplo, la invasión de Irak en 2003 fue ilegal, pues no había evidencia de un ataque inminente contra Estados Unidos. El Presidente Lagos tenía toda la razón.
Más compleja es la situación cuando un Estado usa fuerza en contra de otro en el marco de un conflicto armado latente. En este caso, ya no estamos hablando de fuerza militar como una respuesta a un ataque armado inminente, sino de fuerza defensiva como una forma de escalamiento militar dentro de un conflicto en curso. Entonces, el examen legal cambia, ya no debo justificar que la acción militar responde a un ataque inminente específico, sino que dicha acción militar constituye una medida de escalamiento necesaria y proporcional para lograr los objetivos legítimos de la operación defensiva.
Esta distinción puede ser útil cuando pensamos en conflictos armados actuales. A veces, determinar la legalidad de un ataque es simple; pero otras veces el análisis requiere prudencia y calma. Especialmente cuando la fuerza militar se utiliza en el marco de conflictos intermitentes que involucran a actores estatales y no estatales.
Así las cosas, para finalizar, un post scriptum dedicado a los escépticos del derecho internacional que llegaron hasta el final de la columna y piensan que la norma que prohibe el uso de la fuerza y sus excepciones son simplemente palabras de buena crianza. A ellos les digo lo siguiente: una norma no pierde su obligatoriedad porque unos pocos (aunque sean poderosos) la violen. La contingencia política chilena es testimonio de aquello. La condena de la mayoría de los países al uso ilegal de la fuerza militar y los esfuerzos de los mismos violadores por justificar sus acciones utilizando la norma son testimonio de su plena vigencia. El desafío es fortalecer los mecanismos para hacer valer la responsabilidad de aquellos que violan sus obligaciones bajo la Carta de Naciones Unidas.
Por Benjamín Salas, abogado, colaborardor asociado de Horizontal
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