Opinión

Regular la inteligencia artificial: el dilema del siglo

Foto: archivo / referencial.

En una era en la que una máquina puede replicar la voz de un ser querido o escribir una novela al estilo de Gabriel García Márquez sin el consentimiento de sus referentes humanos, la interrogante ya no es si debemos regular la inteligencia artificial (IA), sino cómo hacerlo sin condenar al Derecho a la obsolescencia instantánea.

Chile ha dado un paso valiente —y necesario— al someter a debate parlamentario un proyecto de ley destinado a regular los sistemas de IA, la robótica y las tecnologías conexas. La fusión de las iniciativas legislativas hoy en tramitación (Boletines N.º 15.869-19 y 16.821-19, refundidos) refleja una toma de conciencia cada vez más nítida: estas tecnologías no solo prometen eficiencia, sino que también plantean riesgos concretos para los derechos fundamentales. Lo relevante es que el enfoque adoptado —basado en el análisis de riesgos en lugar de una lógica permisiva ex ante— denota una comprensión más sofisticada del fenómeno. No se trata de frenar el desarrollo, sino de encauzarlo hacia un horizonte ético, responsable y sustentable.

En este contexto, resulta crucial evitar los errores regulatorios que han llevado a otras jurisdicciones a perder competitividad. La experiencia de la Unión Europea, cuya aproximación excesivamente cautelosa ha sido criticada por su efecto inhibidor sobre la innovación, ilustra el peligro de una sobrerregulación que termina por asfixiar el progreso que intenta gobernar.

El escenario internacional no hace sino reforzar esta urgencia. La reciente admisión de una demanda en Estados Unidos por clonación no autorizada de voces, o el avance del caso de George R.R. Martin contra OpenAI por el uso indebido de sus obras, son señales de alerta que no pueden ser desoídas. La IA ya no es una curiosidad de laboratorio: es una tecnología con efectos tangibles en industrias creativas, medios de comunicación, mercados financieros y, desde luego, en la privacidad de las personas. Si no actuamos con previsión, serán otros —plataformas, jueces o corporaciones transnacionales— quienes definan los límites que, como sociedad, nos corresponde establecer.

No bastan las buenas intenciones. La naturaleza exponencial de esta tecnología impone la necesidad de un derecho más dinámico: no se trata de anticiparlo todo —tarea imposible—, sino de construir un marco jurídico resiliente, guiado por principios rectores claros y dotado de mecanismos adaptativos que permitan responder a dilemas aún por emerger.

Chile tiene la oportunidad de convertirse en un referente regional si consolida una regulación basada en niveles de riesgo, que asegure la transparencia algorítmica y preserve la intervención humana en decisiones sensibles. Pero alcanzar ese estándar exige resolver debates de fondo que siguen abiertos: ¿quién es el autor de una obra generada por IA? ¿Cómo debe regularse el uso de datos protegidos para entrenar modelos? ¿Qué ocurre cuando la IA compite con creadores humanos en el mismo mercado, sin pagar licencias ni asumir responsabilidades? Estas preguntas no pueden quedar en el limbo normativo. La legislación debe adoptar una posición clara sobre el lugar que la IA ocupará en nuestra sociedad: ¿será reconocida como entidad creativa autónoma o tratada como herramienta al servicio del ingenio humano? De esa definición se derivan implicancias decisivas en propiedad intelectual, responsabilidad jurídica y equidad en los mercados digitales.

Como toda herramienta poderosa, la IA amplifica tanto nuestras virtudes como nuestros defectos. Regularla con lucidez, sin ingenuidad ni alarmismo, constituye uno de los mayores desafíos jurídicos de nuestra era. La legislación que hoy se discute en el Congreso chileno es una oportunidad histórica para demostrar que es posible compatibilizar innovación con justicia, desarrollo tecnológico con dignidad humana. Que el futuro no nos sorprenda con las manos vacías ni la mirada extraviada.

*La autora de la columna es coordinadora legal de Clapes UC

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