Seguridad en eventos masivos



Las caóticas escenas que se vivieron en el primer concierto del cantante Daddy Yankee -con hordas de personas saltándose todos los controles para poder ingresar sin contar con entrada-, o los peligrosos desmanes registrados en recientes partidos de fútbol -en uno de los cuales un arquero resultó lesionado producto del lanzamiento de una bengala al campo de juego- han vuelto a poner de relieve hasta dónde las normativas y medidas de control existentes son capaces de asegurar la seguridad en eventos masivos, así como sobre quién recae la responsabilidad de que estas se cumplan.

Se ha cuestionado si corresponde que funcionarios de Carabineros -financiados por el Estado- deban ser distraídos de sus funciones esenciales para custodiar la seguridad de eventos privados. La pregunta de dónde empieza y termina la seguridad pública es un tema de permanente debate; el propio subsecretario de Prevención del Delito reconoce que la actual legislación “queda corta”, y que hay que avanzar en un trabajo mancomunado entre los privados y los administradores del Estado. En ese ámbito, contar con una legislación más integral sobre la seguridad privada -en el Congreso se tramita un proyecto que data desde 2009 y que ya fue visado por la Cámara de Diputados- sería un paso importante, así como reforzar los sistemas tecnológicos de vigilancia al interior de los recintos. Con todo, es legítimo que Carabineros siga jugando un rol, pues la potestad de detener, hacer controles de identidad y el porte de armas siguen siendo de su exclusividad; asimismo, es razonable que el Estado asegure mediante el control del orden público que estos espectáculos se puedan realizar sin riesgo para quienes concurren a ellos, y que quienes los organizan, en la medida que cumplan con las exigencias, los puedan llevar a cabo.

El gran problema no parece estar en los recitales masivos -lo de Daddy Yankee más bien parece una excepción, aunque deja importantes enseñanzas en cuanto a la planificación de estos eventos-, pero sí en el fútbol, donde pese al nutrido cuerpo legal que ya existe para controlar la violencia en los estadios -con una primera ley de 1994, luego el programa “Estadio Seguro” en 2011 y las nuevas exigencias y sanciones introducidas en 2015- esta no ha logrado ser erradicada, y su intensidad parece ir en aumento. La experiencia inglesa, que ha sido exitosa para controlar la presencia de barras bravas en sus estadios, descansó en buena medida en cambios en el diseño de estadios, así como drásticas sanciones a los hinchas, así como a los clubes.

Las escasas sanciones que se han registrado en el marco de la ley de violencia en los estadios -una investigación de Ciper reveló que desde 2011 solo se han registrado 227 casos sancionados por desorden, 120 por ingreso indebido al estadio y 69 por daños- ilustra que la persecución de estos delitos no ha ido a la par de la magnitud del problema. La prohibición de ingreso a los estadios ya no parece ser suficiente disuasivo -hay de hecho más de cuatro mil personas con su derecho de admisión cancelado-, por lo que cabe preguntarse si se está invirtiendo lo suficiente en dispositivos de alta tecnología que permitan grabar a los asistentes, y si los clubes cumplen con las medidas de seguridad, pues siguen lanzándose bengalas.

Este es un problema que en todo caso excede a los clubes -está claro que a sus hinchas poco les importa que este o ellos mismos sean sancionados-, y por tanto requiere que todos los estamentos -los propios clubes, policías, fiscalía y la autoridad- actúen mucho más coordinadamente, se actualicen las medidas de seguridad con las tecnologías más avanzadas y exista plena voluntad de aplicar la ley.

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