Mi hermana, mi mejor amiga

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Cuando tenía 12 años empecé a ir a campamento de scout durante el verano. En ese tiempo a la persona que más echaba de menos era a la Emi, mi hermana cuatro años menor. Aunque lo pasaba bien, quería volver a mi casa para contarle, con extremo detalle, todo lo que había vivido en esos meses lejos de ella. Se transformó, de hecho, en nuestro ritual: el día que volvía nos acostábamos en nuestras camas -dormíamos en la misma pieza- y conversábamos, a veces hasta las cuatro de la mañana, acerca de cómo había transcurrido cada día, sin dejar fuera ni una sola anécdota. Ella siempre me escuchaba fascinada.

Esos momentos fueron determinantes en el desenlace de nuestra amistad. Hasta ese entonces seguíamos siendo hermanas muy cercanas, cómplices y compañeras. Pero no fue hasta que la Emi entró a la media que dimos paso a un vínculo mayor. Nos hicimos realmente amigas, de esas que se admiran, se aceptan tal como son, se pelean y se cuentan todo.

Nuestra amistad se fue dando de manera natural. Mis amigos venían mucho a la casa y la Emi, que estaba ahí, se fue integrando al grupo. Primero siendo "la hermana chica de la Viole", pero con el tiempo se transformó en una compañera más. Salíamos a carretear juntas, nos íbamos a la playa e incluso ella se juntaba con mis amigas por su cuenta. Y fue así como, de un día para otro, pasó a ser parte de todas mis actividades grupales. Aun así, me costó dejar el rol de hermana mayor; habíamos dado paso a una dinámica nueva, pero yo seguía muy pendiente de ella y asumía una postura a ratos sobreprotectora. Eso sigue siendo así. Hace poco, de hecho, me confesó que le gusta sentirse protegida y amparada por mí.

Es raro cómo a veces dos personas tan distintas pueden enganchar tanto. La Emi siempre ha sido intelectual, lectora, sensible y existencial. Muy racional en su manera de pensar y eficiente en el minuto de hacer las cosas. Es práctica y hacendosa. No le da lata cocinar y hacer lo que tienen que hacer. Se ha preocupado, desde chica, de mostrar sus emociones sin ningún reparo. Y tal vez por eso siempre hemos sentido -mis papás y yo- la necesidad de cuidarla más. La rigurosidad la sacó, sin duda, de nuestra mamá. Y la sensibilidad, de nuestro papá.

Yo, en cambio, soy la artista despelotada, con poca paciencia para leer. La espontánea. Y, a diferencia de ella, en lo emocional me he refugiado en un caparazón protector. Me ha costado ser abierta con lo que siento y creo que, en definitiva, se debe a que era justamente lo que se esperaba de mí. Como ella fue más susceptible emocionalmente, desde chica tuve que arreglármelas un poco más sola. Mi mamá siempre dio por hecho que yo solucionaría todo por mi cuenta. Y yo fui asumiendo esa postura de mayor fortaleza como parte de mi personalidad, incluso cuando no era del todo cierto.

Esas diferencias han hecho que juntas nos complementemos. Si yo tengo que escribir un mensaje de texto importante, la Emi es la que me lo redacta y la que me hace reflexionar un poco más antes de mandarlo. A su vez, cuando ella se entrampa emocionalmente, yo me preocupo de que ese estado no la inunde por completo. Si a mí se me escapa un comentario pesado, ella me lo perdona. Quizás con otras amigas me reprimo un poco más esos impulsos. Y es que al final, la amistad que tenemos es la real amistad incondicional. Porque además de amigas somos hermanas. No se me ocurre, de hecho, otra persona con la que me sienta tan cómoda. U otra persona con la que pueda estar en silencio mientras dibujamos o escuchamos algún disco.

Irme de vacaciones con la familia siempre fue un agrado, incluso cuando en la adolescencia no quería estar con mis papás. Y era solo porque sabía que íbamos a pasar horas hablando con la Emi. Eso sigue siendo así, incluso luego de haber vivido momentos de celos, muy propios de las relaciones cercanas. Porque eso también existe. En 2016, cuando me hice un grupo de amigas nuevas y la Emi, como siempre, terminó siendo parte, le dije que necesitaba espacio. Habíamos compartido prácticamente toda la vida juntas y se estaba haciendo difícil tener nuestra independencia. Eso se regularizó cuando me fui de la casa de mis papás, porque ahí el querer vernos se volvió algo voluntario.

Con los años, nuestra amistad se ha convertido en muchas horas juntas conversando. Y nunca nos alcanza el tiempo. Ella sabe todo de mi vida y yo de la suya. En los momentos de angustia la elijo a ella, aun sabiendo que probablemente voy a tener que esperar un rato porque no va a ver su celular altiro -es de las pocas personas que conozco que no están todo el día pegadas al teléfono- y, al mismo tiempo, cuando la veo sufrir por alguien no dudo en decirle tajantemente que salga de ahí. Y así, las dos hemos ido aprendiendo la una de la otra. Ella me admira y yo la admiro a ella. Admiro por sobre todo las cualidades que no tengo. Admiro el hecho de que está mucho más abierta y receptiva a cuestionarse ciertos paradigmas. Que sea menos estereotipada. Y que hable de Foucault mientras yo hablo de Britney.

Violeta (27) es diseñadora e ilustradora de Paula.

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