Idealizar al padre de niña y desilusionarse de él de adulta




Desde que Luciana (28) tiene recuerdos, su papá fue para ella lo más cercano a un superhéroe. “Con mis ojos de niña siempre lo vi así: un tipo guapo, inteligente y cariñoso. Recuerdo que cada vez que lo acompañaba a su trabajo, a hacer un trámite o cuando salíamos juntos a comprar, él conversaba con todo el mundo con una sonrisa encantadora. La reconocía por lo que generaba en las otras personas, que le respondían también con una sonrisa. Además siempre estuvo rodeado de amigos. Él era extrovertido en comparación con mi mamá, que era de más bajo perfil, mucho más tímida y callada”, cuenta.

También fue él quien le enseñó a tocar un instrumento, quien la llevaba de paseo a lugares diversos y quien, según dice, transformaba cada momento juntos en una aventura. “Todo esto hasta que cumplí 12 años y mis papás se separaron. Al comienzo nuestra relación se mantuvo igual, solo que estábamos juntos la mitad del tiempo. Pero a mis 15, mi papá se fue a vivir a otro país porque se le presentó una buena oportunidad laboral y, desde entonces, solo lo veía un par de veces al año. Fue muy duro ese cambio, pero aunque él tomó la decisión de dejarme, jamás se lo critiqué”. Al contrario, Luciana siempre entendió que su padre tuvo razones para hacerlo y decidió quedarse con la imagen del padre que le regaló numerosos momentos de felicidad.

Sin embargo e inevitablemente, su relación cambió. Ya no hubo más aventuras juntos, y aunque mantuvieron el contacto, el vínculo se fue debilitando lenta e irreversiblemente, hasta convertirse en un lazo frío y superficial. Pero la distancia no fue la única causa de esto. “Nuestra separación física me abrió los ojos a un nuevo papá, muy distinto al que vi con ojos de niña”, confiesa.

Un año después de la partida de su papá, con su mamá y su hermana ocho años menor, tuvieron que mudarse de Chile a Uruguay, lo cual fue otro golpe para Luciana al perder el refugio que había encontrado en sus amistades. Culpó de esto a su madre durante años; hasta que ella se animó a explicarle que la razón por la que se fueron a Uruguay era que en Chile nunca logró conseguir un trabajo y la única solución fue migrar, antes de que se le acabaran sus ahorros, porque su papá se desentendió de sus responsabilidades.

Cuando Luciana salió del colegio y le tocó decidir sobre su futuro quiso volver a Chile con el anhelo de reencontrarse con sus amigos. “Entonces llamé a mi papá para que me ayudara. Él me apoyó en la decisión, pero en lo concreto y específicamente en lo económico, no tuve ninguna ayuda de su parte. Me planteó decenas de excusas que ni siquiera recuerdo, pero yo sabía que eran sólo eso, excusas, porque si realmente se hubiese interesado en mi proyecto, habría encontrado la manera de ayudarme, como yo sabía que lo hacía con otras personas”.

Para ella ese momento fue revelador, tanto que decidió cortar la relación con su padre. “Y ojo que no fue una rabieta de una niña mimada a la cual le niegan la mesada. Es que las excusas de mi padre me hicieron ver que su problema no era económico, sino que emocional: él había cortado el vínculo conmigo el día que se fue”.

Esa tarde lloró mucho. Después de un rato encerrada en su pieza su mamá tocó la puerta y entró con una taza de té. Lo primero que le dijo fue: “Sabía que llegaría este momento, pero traté de evitarlo lo más que pude”. Y es que ella ya había pasado por esa misma decepción. “Ese día entendí que mi madre aguantó por muchos años, y en silencio, un tipo de violencia que no es evidente ante los ojos de los demás, pero que duele tanto como un golpe: mi papá, con esa personalidad encantadora, la manipuló por años haciéndola creer que todo lo que hacía era por nuestro bien. Así fue como mi madre dejó sus proyectos de lado y se hizo cargo de la casa, así fue como dejó sus sueños y lentamente se transformó en una mujer silenciosa y de bajo perfil. Y cuando mi papá se fue, esa mujer de baja autoestima, tímida y desvalida, no se sintió capaz de encontrar un trabajo y no le quedó otra que mudarse a Uruguay, donde la familia de mi mamá tenía una casa”.

Luciana cuenta que ese fue el día en que entendió que había idealizado a su padre, porque como niña solo vio un lado de la historia. “Luego vino un proceso largo, lleno de contradicciones y ambigüedades. Me costó entender cómo ese hombre de la sonrisa encantadora, que se preocupaba de caer bien en todos lados, no se preocupó por cuidarnos a nosotras. Ahí entendí que aunque para mí en algún momento fue el mejor papá del mundo, al mismo tiempo era quien le hacía daño a mi mamá y eso jamás se lo perdonaré”.

Claudia Muñoz Castro, es psicóloga especialista en género y parte del equipo del Centro Interdisciplinario de las Mujeres, CIDEM. Explica que el ejercicio de ver como humanos a las madres y padres es un trabajo súper necesario desde lo terapéutico. “En psicología se ha planteado como la necesidad de pasar por sobre el cadáver de los progenitores, de esa imagen de ellos que en verdad no es, y que mucha veces nos hace adolecer cosas cuando adultos, que no entendemos, y que vienen de la relación o la dinámica que se da en nuestras familias”.

Y en el caso específico de los padres, –agrega la experta– hay muchos factores que entran en juego. Uno de ellos es el rol de las madres en la construcción de la imagen del padre de sus hijos e hijas. “En nuestra cultura somos las mujeres las que sostenemos afectivamente a nuestras familias y sobre todo a los hombres. Este dicho clásico, que detrás de todo hombre hay una gran mujer, alude a que las mujeres asumimos la labor de sostener y reparar vínculos. Eso forma parte de nuestra identidad. Y en ese trabajo no sólo sacrificamos nuestro tiempo y proyectos propios, sino que además muchas veces encubrimos cosas que ocurren con el hombre/padre. El problema de eso es que se afirma todo el tiempo una figura paterna desde la idealización y no desde la realidad”.

Por eso es que muchas veces la idealización infantil termina en una desilusión adulta. “Ocurre con padre y madre, pero mucho más con los padres porque cuando falla algo relacionado con la crianza y el espacio doméstico, esa culpa se la llevan las madres y por lo tanto las mujeres intentamos, en ese espacio, tener control”, agrega Muñoz y explica que el problema es que eso puede terminar en una fragilización de la psiquis femenina, porque están en constante trabajo de construir, sostener y reparar vínculos.

Claudia cuenta que es común ver a personas que llegan a terapia, que cuando se les pregunta por sus padres hablan de una mamá más frágil, a veces media amargada o deprimida, y al otro lado ven a un papá más estable, buena onda, que tiene energía. “Se debilita la figura materna, porque en dinámicas familiares como la de los padres de Luciana, con una madre que es víctima de violencia psicológica, los hijos no ven esa violencia y solo las consecuencias en las personalidades de los padres”. Muchas veces las hijas, cuando crecen y se convierten en mujeres o madres, recién pueden ver esa violencia.” Comienzan a sacar las capas que hay encima y se dan cuenta que en muchos casos en los que había un papa superhéroe, había también una mamá remando sola para sostener a esa familia”, agrega.

Según la experta, crecer y romper con ese ideal es una hermosa oportunidad. “Desde el rol de la maternidad pasa que muchas mujeres dicen, “ahora por fin entiendo a mi mamá”, porque logran verlas como mujer, como una compañera y ya no solo como madre. Lo mismo ocurre con el padre, cuando se les cae la imagen de superhéroe. Y es que lograr visualizar al padre y madre como personas, aunque a veces genera una desilusión y un duelo, abre también la posibilidad de resignificar esas relaciones, que es un buen ejercicio para generar vínculos sanos”.

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