Lo elegí a él antes que a mis amigas (y me arrepiento)

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Nunca, hasta mi adultez, entendí el valor de la amistad. Durante mi infancia y mi adolescencia creía que un amigo era una especie de complemento humano que tenía el poder de resaltar mis particularidades. Si mi amigo era inteligente, yo intentaba estar a su altura. Si era divertido, yo desarrollaba mi humor. Si era creativo, yo también. Pero en el largo proceso de construcción de mi identidad, jamás vi a mis amigos como personas con sus propias necesidades que se pudieran nutrir de mí.

En el colegio era una persona solitaria y me costaba abrirme. Ocasionalmente me acercaba a un compañero de curso que me pareciera interesante que terminaba por ganarse todo mi tiempo y atención. Me dedicaba a conocerlo y a aprender de él. Pero esa entrega absoluta no era sana, porque yo empujaba la amistad hacia la absorción y la exclusividad. Al final siempre quería aislarnos del resto.

Tuve varios de esos amigos. En distintos años ellos fueron los únicos con quienes me reí, de los que aprendí y con los únicos con los que quería estar. Por más que los sentimientos que nos unían eran puros, eran amistades poco nítidas porque yo no asumía que en el fondo a mí esos amigos me gustaban. Se suele decir que cuando alguien nos gusta el resto del mundo desaparece, pero nadie te dice que si el resto del mundo desaparece eso se te puede hacer olvidar que hay otras personas alrededor.

Me gustan las relaciones intensas, pero aprendí tarde y a la fuerza que las relaciones absorbentes suelen ser sinónimo de vínculos tóxicos. Cuando conocí a mi primer pololo, también conocí a su grupo de amigos; personas que orbitaban en su vida desde que él era chico y con quienes había construido lazos fuertes de cuidado y respeto. Al principio, sus amigos me daban celos y trataba de tenerlo siempre para mí. Pero con el tiempo me di cuenta de que sus amigos le hacían bien. Lo invitaban a mirar las cosas de otra forma y le entregaban un cariño distinto al mío.

Por supuesto que durante ese primer pololeo puse toda mi atención en mi pareja y descuidé a mis amigos. En un comienzo intenté incorporarlos, pero rápidamente dejé de contestarles el teléfono, empecé a verlos con menos frecuencia y finalmente terminé por abandonarlos. En esa época yo creía que un amor reemplazaba a otro y que si estaba en pareja no necesitaba amigos. Mi pololo era también mi mejor amigo, mi terapeuta, mi confidente, mi inspiración, mi contenedor, mi todo.

Por supuesto que estaba equivocada y descubrí la magnitud de mi error cuando mi pololeo terminó. Después de un poco más de un año juntos, él salió de mi vida y detrás suyo se fueron también todos sus amigos. Ellos todavía sentían cariño por mí, pero su compromiso era con él. Yo me quedé sola y no tuve con quién vivir mi pena. Mis amigos resintieron que yo los estuviera llamando sólo tras el quiebre y me recriminaron que durante todo mi pololeo nunca me preocupé por ellos.

Terminar ese primer pololeo fue empezar de cero porque no sólo tuve que recomponerme a mí, sino que también mis lazos amistosos. Lentamente fui creando nuevas amistades, pero esta vez ya no elegí a amigos que me validaran socialmente sino que me acerqué a personas que admiraba y que tenían lazos importantes con otros, construidos desde hace tiempo. Elegí a otras mujeres, pares con las que podía compartir, conversar y estar por horas juntas, pero nunca de manera exclusiva ni absorbente. Elegí mujeres como las que quería ser, a las que también yo podía aportarles algo.

Entre mujeres ocurre un tipo de reflejo único. Tu amiga no sólo es la persona con la que te ríes, con la que lloras, la que te apaña y la que te dice la verdad. Una amiga representa la mejor versión de ti misma. Y tú representas la mejor versión de ella. Desde entonces he vuelto a estar en relaciones afectivas importantes con hombres, pero jamás he sacrificado a mis amigas. Los hombres y el amor romántico ocurren con una intermitencia irregular. La amistad con las  amigas más cercanas, en cambio, es permanente. Es un reflejo que nunca se empaña.

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