Paula

Mascarillas y violencia sexual hacia las mujeres: ¿Estamos más expuestas al no poder reconocer al agresor?

Poder identificar al agresor no tiene que ver únicamente con la posible resolución legal del caso –que de por sí, es de suma relevancia–, sino que también es una de las etapas más importantes en la terapia reparatoria de la víctima. En tiempos en los que el contexto social es el que ha permitido que se normalice el uso de la mascarilla –porque de no hacerlo, corremos el riesgo de contagiarnos y de contagiar al resto–, ¿cómo lo hacemos las mujeres para no quedar mayormente expuestas a la violencia de género?

El investigador, policía y criminalista francés Alphonse Bertillon, desarrolló a finales del siglo XIX un método científico basado en un riguroso análisis de los rasgos faciales para identificar de manera más precisa a los criminales. El Bertillonaje –como se le denomina al método–, vino a remplazar las posibles especulaciones subjetivas para poder describir al que había cometido el crimen de la manera más objetiva posible. Y fue desde entonces que los delincuentes empezaron a protegerse de una manera que hasta entonces no habían considerado. Si antes cometían delitos al descubierto y a plena luz del día, desde que se masificó el uso del Bertillonaje, se vieron obligados a recurrir al uso de máscaras y capuchas.

Lo mismo pasó, ya entrados en el siglo XX, cuando la ciencia desarrolló el estudio de las huellas dactilares que los criminales empezaron a usar guantes. Y luego, cuando los médicos forenses lograron obtener ADN de manchas seminales y los violadores empezaron a ocupar preservativos.

Y es que según explica el médico forense español y especialista en detección de violencia de género Miguel Lorente, cada vez que la ciencia descubre un método, los agresores y delincuentes se adaptan. Y la situación actual, en la que justamente el contexto social es el que ha permitido que se normalice el uso de la mascarilla –porque de no hacerlo, corremos el riesgo de contagiarnos y de contagiar al resto–, no deja de ser un reto como lo han sido anteriormente otras situaciones. Porque al ocultar los rasgos faciales, si bien siguen al descubierto los ojos y el iris –que de por sí ya opera como una huella dactilar solo que una menos accesible–, aumenta la dificultad para identificar y responsabilizar al agresor.

La importancia de la identificación

Poder identificar al agresor no tiene que ver únicamente con la posible resolución legal del caso –que de por sí, es de suma relevancia–, sino que también es una de las etapas más importantes en la terapia reparatoria de la víctima de tal delito. Como explica la psicóloga clínica y forense, académica de la Universidad Diego Portales y especialista en género, Guila Sosman, el hecho de que no exista posibilidad de detectar al agresor no solo genera mayor frustración y decepción para la víctima, sino que también dificulta que se reconozca como tal porque no está la sanción penal y por ende no se le aplican medidas de protección.

En ese sentido, existe en la víctima una mayor sensación de vulnerabilidad y eso afecta de manera negativa su proceso de reparación, especialmente si consideramos que una de las bases de la terapia reparatoria es que la víctima se sienta lo más segura física y psicológicamente. “Desde la investigación criminal, cuando no se puede identificar al agresor, no hay posibilidad de resolver el caso legalmente y las víctimas se sienten más inseguras y desamparadas. También sienten que el agresor puede estar en cualquier parte. No se trata de una ansiedad asociada a encontrarse con el agresor en la calle o en la micro, pero de una ansiedad mucho más generalizada que conlleva una sensación de inseguridad permanente porque el agresor puede estar ahí, en cualquier lado”, explica.

Y es que, como explica la socióloga del Observatorio de Género y Equidad, Tatiana Hernández, el impacto que puede llegar a tener el uso de mascarillas en la manifestación de la violencia de género tiene que ver con el contexto de impunidad en el que se da actualmente la violencia en la calle o en el espacio público cuando no conocemos al agresor y además no logramos identificarlo. “Los hombres agresores han agredido a las mujeres sabiendo que a la base hay una cultura que los respalda y los sustenta, una cultura que actúa como un dispositivo que permite agenciar en la impunidad estos comportamientos. Saben que esta violencia está naturalizada y que los terceros no van a reaccionar, al menos hasta antes del mayo feminista y de la toma de conciencia de las mujeres respecto al derecho de vivir una vida libre de violencia. El punto es que la mascarilla permite nuevamente que ese agresor sea cualquier persona, y eso es complejo porque se justifican”, explica. “Con eso, lo único que hacemos es reforzar esta construcción social de que los hombres tienen el poder y pueden y serán impunes”.

Porque la funa, en tanto denuncia pública, está dirigida a una persona en particular. Y, como explica Hernández, frente a la incapacidad de identificarla y señalarla en la esfera pública, no puede haber una acción de terceros frente a la violencia que vive la mujer. “La funa no es contra los hombres en sí, es contra la construcción social y cultural que existe sobre los hombres. Una construcción que hace que potencialmente puedan ser agresores y violadores, si es que no son educados y socializados de otra forma, pero para que se realicen hay que poder identificar a la persona”, explica.

En ese sentido, como desarrolla Sosman, existe una percepción de los agresores de que pueden gozar de mayor impunidad al estar ocultos, tal como ocurre en las instancias de ciberacoso –a mediados de este año la ONG Amaranta reveló que de 530 mujeres a lo largo de todo Chile, el 73,8% había sufrido algún tipo de violencia por internet–, porque al estar amparados por la pantalla y no revelar su real identidad, es más difícil apuntarlos. “Se genera un fenómeno similar con la mascarilla, aunque igual la mascarilla deja al descubierto los ojos y eso es clave”, señala.

Por su lado, la psicóloga e integrante del Partido Alternativo Feminista, Kathy Quiroz, explica que las personalidades de aquellos que se esconden detrás de una pantalla para acosar o agredir, están fuertemente vinculadas a ciertos rasgos que dan cuenta de dificultades para establecer relaciones entre iguales. Por lo que la única forma de vincularse es a través de la agresión o la mentira. “Y la mascarilla ayuda en eso; a esconder estos deseos que socialmente no pueden ser tramitados de una forma adecuada. Estos deseos que aparecen como un impulso inadecuado, porque ahí falla justamente el control de impulso”, explica.

Y es que para la especialista, lograr identificar al agresor tiene que ver con lograr una condena, pero también con el reconocimiento social del proceso de la víctima. “Ese reconocimiento social es muy significativo para las sobrevivientes de violencia. Es lo que le faltó a Antonia, cuando su amiga la cuestionó. Ese cuestionamiento es tan dañino como la agresión y la violencia en sí”, termina.

A eso, Guila Sosman le agrega que cuando la víctima puede identificar al agresor, tiene en quien depositar las emociones de rabia y dolor que emergieron producto de esa violencia. Pero cuando no está identificada esa persona, esas emociones aparecen de manera flotante, se proyectan y se intensifican. También facilitan más elementos para imaginar y especular. “Legalmente esa causa no va tener un buen término, pero además no va permitir un proceso de reparación y las estrategias de autocuidado de la víctima van a ser más difíciles de implementar”.

Por eso, Miguel Lorente es enfático al declarar que en este tipo de instancias de abuso, acoso y agresión, más que hablar de un aumento en las penas –que de todas formas sirve para tranquilizar– lo que hay que entender es que la solución pasa por la prevención del delito más que la reacción al delito. La prevención, según explica, es factible, y creer que el ser humano está condenado a delinquir o agredir es un error que permite presentar tal realidad como si fuera un accidente, o a normalizarla.

“Todos los datos indican que hay una construcción patriarcal, machista y androcéntrica en el uso de la violencia, que se vincula directamente con la masculinidad. Según datos de la ONU, el 95% de los homicidios son ejecutados por hombres, el 99% de las agresiones sexuales son perpetradas por hombres y el 98% de las personas que están en prisión en el mundo son hombres. Tenemos ahí la posibilidad de actuar cambiando la referencia del relato de la masculinidad. Esa masculinidad que entiende que la violencia es la forma de resolver los conflictos y que al hacerlo aumenta el reconocimiento como hombre, porque somos hombres en la medida que somos fuertes y determinantes”, explica.

Según Lorente, que dicta un curso virtual abierto a todo público sobre Masculinidad y Violencia –las inscripciones están abiertas hasta el 16 de noviembre–, ese relato se modifica a través de la educación y la crítica. “Más que identificar al agresor, hay que prevenir la agresión. Y en eso hay que insistir ya. No pensemos en cómo resolver los crímenes, resolvamos que esos crímenes no ocurran”.

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