No encasillemos a niños y niñas




“La mala”. Así le decía su madre en la infancia a la química farmacéutica Francisca Delano. Quizás para definir su fuerte carácter o para canalizar la rabia que le tenía a su padre; desde que tiene recuerdos su madre se lo repetía: eres muy mala. “Que te digan algo así frente a tus hermanos menores queda implantado en la médula espinal, en alguna parte del cerebro, como un tumor que palpita y crece. Me lo dijeron tanto, que a los ocho años decidí asumir ser la mala de la casa. Me miré al espejo y dije “Si soy mala, seré la mala y así será para siempre”. Hoy, a sus 57 años, Francisca dice que el papel que aún le pena. “Esa dureza me ha acompañado toda la vida, con mis hijos; la falta de conexión física, la mirada lejana y castigadora, y a las personas que quiero no les perdono errores, ni debilidades, juzgo y prejuzgo con severidad, en el trabajo exijo y castigo. A todos y a mí misma, es mi rol, el que me determinaron de pequeña”. Una historia que puede aplicarse a múltiples etiquetas: la rebelde, el tímido, la buena, el mateo, la responsable, el tonto, la mimada… A todos y todas nos toca jugar un papel en la infancia, designado ya sea por familiares o educadores. Algunos pueden acomodarnos y otros no tanto, pero ¿cuánto nos coartan estos roles impuestos?

Lo dice la reconocida escritora y terapeuta Laura Gutman, en su best seller El poder del discurso materno; el poder que tiene el lenguaje que emplea la madre -entiéndase también padre o figura de cuidado- para definir o nombrar las características, emociones o viviencias de su hijo o hija será brutalmente influyente en el futuro desarrollo de ese niño o niña. “No nacemos con lenguaje verbal, la que nombra aquello que le pasa al niño o niña generalmente es la mamá, el papá o la figura de cuidado. Por ejemplo, si un niño todo lo que quiere es estar en brazos de mamá, porque la necesita, y llora y llora desconsoladamente, probablemente le dirán " tú eres un llorón”, en vez de decir “lo que necesitas es más cariño porque te sientes solo”. Entonces, lo que la conciencia organiza en ese niño es “yo recuerdo que yo lloraba mucho”. Así es como nosotros vamos organizando una distancia, un abismo, entre aquello que nos sucedió y lo que podemos nombrar de nosotros mismos. Así también nombraremos una cantidad de ideas, opiniones sobre quiénes somos nosotros, quién es el otro, sobre cómo es la realidad. Ese es el discurso materno, que luego se convierte en el discurso del yo engañado”.

Esta forma de ser nombrados, el llorón, el molestoso, la loca u otros, es lo que luego, según Gutman, se constituye como nuestro “personaje” ante el mundo. “Tanto influye el discurso materno, que nos lleva a desarrollar de nosotros mismos algo que no somos”. Y así también lo afirma Francisca respecto a su personaje de ‘mala’: “Queda impreso en una mueca, en un pensamiento irreparable, es un ictus que daña una parte del cerebro. Y queda para siempre manifestándose en la personalidad, un gesto inevitable de dureza y dolor que aparece frente a cualquier miedo o ataque. Es un estigma que acompaña por siempre.”

Ese tipo de etiquetas también resultan comunes con los diagnósticos en niños y niñas: el “hiperquinético”, el “déficit atencional”, el “enfermizo” o el “depresivo”; categorías que supuestamente diferencian al niño o niña “normal” del “anormal”. Así lo explica un artículo publicado en la Revista de Ciencias Sociales Katharsis; “El niño estigmatizado, una vertiente actual del “incorregible”. Estas categorías, según su autora, marcan a los niños que se comportan de forma no esperada: “Son colocadas por los padres, la escuela y la sociedad, generalmente por personas que no tienen criterios para establecer el diagnóstico que les suponen, que los dejan en el lugar de la desvaloración, el desprecio o el rechazo”. Como ejemplo más común, según el artículo, está el “hiperactivo con déficit atencional”: “estos niños se adhieren a la marca con la que han sido nombrados, y en todo lugar al que llegan, son presentados como hiperactivos. El “estigma” se convierte en una manera de reconocerse y diferenciarse ante los otros”.

En uno de los capítulos del libro de Laura Gutman, titulado “Cómo lograr no imponer un discurso engañado sobre nuestros hijos”, la autora concluye que “tenemos que ser capaces de mirar a nuestros hijos con mayor apertura y sin tantos prejuicios, sin prejuzgarlos antes de observarlos. En lugar de interpretar cada cosa que hacen que no nos gusta, en lugar de encerrarlos en personajes que nos calman porque los tenemos rápidamente ubicados, podemos simplemente nombrar cuidadosamente aquello que les sucede, dándole todo el valor real de eso que les sucede. (…) Si a un niño pequeño en vez de decirle ‘qué perezoso que eres, igual que tu padre’, le preguntamos ¿No tienes ganas de ir a la escuela? ¿es porque te molestan los niños? Las cosas cambian radicalmente, el niño no se calza el traje de perezoso que no le hace caso a sus padres, sino que es escuchado y entendido”.

Hoy, en pos de liberarse de estas etiquetas, Laura implementa una metodología que se llama “construcción de la biografía humana”, que intenta tratar de armar el escenario real de cada uno de nosotros y mirarlo objetivamente sin tomar tan en cuenta lo que la persona recuerda que le dictaron en la infancia. “Lo interesante para los adultos es que podamos desarmar ese personaje, un personaje que muchas veces nos hace sufrir. Hay que desnudarse para volver a vestirse con la ropa que corresponde al ser esencial de cada uno; solo entonces, lo que elijamos en nuestra vida personal, afectiva, económica, social, va a ser desde una elección libre, consciente”. Un camino que también intenta Francisca “He tratado de liberarme de ese mandato que conservo en el cuerpo, primero entendiendo y perdonando a mi madre, a la que me hirió porque no supo querer y quizás tampoco aprendió a hacerlo, y eso recién ha ocurrido siendo adulta. Y luego reaprender, paso a paso. Es un camino difícil y duro, diario e interminable.

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