
Por una guata artificial

Mucho he escuchado sobre cómo la inteligencia artificial nos va a sacar la cresta en toda profesión (disculpe el chilenismo). La gente está diciendo que gracias a la inteligencia artificial se podrá decir: chao abogado (casi todo el mundo parte por aquí), chao contador, chao arquitecto, chao médico, etc. El “chao columnista” todavía lo tolero, pero cuando me tocan el “chao inversionista” me pongo como gato de espaldas, y le voy a explicar por qué. Pero antes, un par de cosas generales por las que creo que la inteligencia artificial no es pura maravilla como se plantea.
Primero, veo que la inteligencia artificial nos está haciendo más tontos. Comentando esto en una conversación previa a un directorio en que participo, un colega de la mesa me dijo astutamente que en la antigua Grecia los sabios estaban preocupados por la masificación de la escritura y su efecto en la memoria de la gente, ya que ahora no necesitaban recordar (los versos de Homero, por ejemplo). Buen punto, pensé, y aunque si bien ganamos muchísimo más con la escritura que con la pérdida de memoria asociado a ella, la insignificante capacidad de memoria que se requiere hoy en día para sobrevivir me preocupa. El “no sé de cabeza” que escuchaba comúnmente en Brasil, o el “según yo”, que escucho a los jóvenes del Chile de hoy, son ejemplos de cómo normalizamos la subcontratación del cerebro. Particularmente doloroso para mí ha sido algo que ya lo tenía bastante atrofiado de nacimiento, mi ubicación espacial, y que hoy es inutilizable gracias a Waze.
Algo peor que perder la memoria, en el sentido que hoy la podemos reemplazar en gran medida con el teléfono, es la imposibilidad de entrenar el cerebro, convirtiéndolo en un músculo sin ejercicio. Cuando era niño en Chillán, y los pronósticos meteorológicos hacían agua, pensé que la mejor manera de predecir el tiempo sería mirar que tan oscuro o claro se veía el cielo en la dirección que gira la Tierra. Un ejercicio mental errado, ya que la atmósfera gira junto con la Tierra, pero no por ello inútil, ya que estoy seguro de que más de alguna neurona infantil entrené pensando en eso. La inteligencia artificial, al llevarnos de un instante a otro al resultado, nos priva de la posibilidad de construir un puente. Un puente que el 99% de las veces será como mínimo un necesario entrenamiento, ya que es peor que alguno existente. Sin embargo, el 1% restante creará, además, conocimiento de verdad.
Vuelvo al tema de la inteligencia artificial en inversiones antes que se me acabe la columna. La inteligencia artificial, al igual que los “expertos”, la “academia”, “todas las proyecciones”, o lo que sea que suene a consenso en inversiones, es información bastante inútil para seguir. Mientras todos opinen lo mismo y jueguen el mismo juego, menos oportunidad tendrá usted de ganar haciendo aquello. En inversiones, usted necesita estar al otro lado de la mesa, o definitivamente jugar otro juego. John Train, quien fuera un famoso asesor de inversiones y buen escritor también, les preguntaba a sus clientes: “¿Cómo le ganarías a Bobby Fischer?”. Y después de tenerlos unos minutos especulando, les daba la solución: “Ponlo a jugar cualquier cosa menos ajedrez”. Estar del lado de la inteligencia artificial (asumiendo que es de calidad) le podrá ayudar a no perder plata, pero para ganar de verdad, tiene que estar del lado en que, idealmente, no hay nadie más.
Quizás el mayor problema de la inteligencia artificial en inversiones es que no viene acompañada de una guata artificial, de esas que triunfan el 18: digieren cualquier cosa sin perder ni la forma ni la compostura. El gran Stanley Druckenmiller cuenta que a fines de 1999 sabía que debía mantenerse a kilómetros del mundo dot-com. Pero mientras veía el Nasdaq que ya estaba en las nubes subir de 3000 a 5000 en un par de meses pensaba: no lo hagas, no lo hagas, resiste. En marzo del 2000, a horas del máximo histórico de la burbuja dot-com, tomó el teléfono e invirtió $ 6 billion, perdiendo la mitad de manera inmediata. “Si me preguntas qué aprendí de eso”, comentó más tarde, “no aprendí nada, ya sabía perfectamente que no lo debía hacer y, sin embargo, no lo pude evitar”.
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