Hoy en el diván: los gerentes

Reloj

Líderes en el diván

Unos diez años atrás mi jefe me dijo, "Sebastián, ya que te gusta tanto esa cosa del coaching, te tengo un cliente".

Sorprendido, pasé a la oficina de Patricio (así llamaremos a mi jefe) y éste me comunicó que una amiga le había pedido ayuda con Ernesto (así le pondremos a mi coachee), un gerente de una enorme empresa que estaba siendo parte de un outplacement.

¿Qué es eso?

"Los outplacement son una especie de limbo… entre la patada… y la calle…"

No entendí y Patricio, con su didáctica, me explicó que ahora, "cuando se despiden a viejos cabrones, hay que ayudarlos a reinsertarse en el mundo normal, pues este caballero que te tocó, lleva más de 30 años en cargos gerenciales y dudo que se acuerde como era la vida de civil".

Un poco asustado por el perfil de Ernesto, le sugerí a Patricio que él tomara el caso, pero su respuesta automática fue que su amiga quería que el coach fuera muy joven y "como tu aún tienes cara de guagua, eres la persona indicada".

Así fue como, en cuestión de minutos, me di cuenta que después de una larga formación para ser coach ejecutivo, por fin iba a tener uno de esos clientes que quería y temía tener. Previo a mi primera sesión con Ernesto, Patricio me dejó sobre la mesa una entrevista a Manfred Kets de Vries, un psicoanalista que analizaba CEO, y de ahí saqué el título de esta columna.

Líderes en el diván

En cuestión de días llegué a una especie de centro de entrenamiento de altos ejecutivos y conocí a Ernesto. Nuestro contacto nos presentó, me mostró rápidamente las instalaciones y al final de un oscuro pasillo llegamos a un diminuto cubículo sin luz natural.

No eran las condiciones ideales y pese a los esfuerzos de Ernesto por sonreír, este caballero, de unos 60 y pocos años, se veía incómodo en un espacio tan reducido y cerrado.

Pese a lo anterior y fiel a mi rutina, procedí a presentarme, dando unas breves credenciales profesionales y personales. Ernesto me escuchó atento y me dijo que le agradaba tener un coach que fuera psicólogo y me comentó muy al pasar que hacía poco había tomado un taller de psicología jungiana que le había encantado.

Sorprendido, le comenté que yo también era un fan de Carl Gustav Jung, y al poco andar me vi hablando de la sombra, el ánima y el inconsciente colectivo.

Consciente de que me estaba desviando del foco del proceso de coaching, le sugerí a Ernesto que me hablara de él y de lo que estaba viviendo a nivel profesional y con una sonrisa amarga me dijo que le daba lata hablar de algo tan aburrido en un lugar tan feo y oscuro y me propuso para la próxima sesión juntarnos en un restaurante donde tenía una mesa reservada todos los martes.

"Mira, antes la usaba para reunirme con clientes y hacer todo el ritual de pavo real, pues hasta el copero del lugar me viene a saludar cuando voy y le hacemos todo un espectáculo a mis acompañantes para que salgan deleitados y lleguemos a acuerdos".

Como buen psicólogo, dudé, pues no sabía si era un buen setting para una sesión de coaching. Como consultor no me parecía mal hablar en un lugar más iluminado y distendido. Como coach pensé que sería bueno ver a Ernesto en otro contexto. Y como Sebastián Rodríguez, me costaba mucho negarme a tan buena invitación.

Acordadas la hora y la forma de llegar, Ernesto se acomodó en su mini sillón y me preguntó cuantos años tenía.

Con un poco de pudor le dije 33 años… Ernesto suspiró y todos mis fantasmas se activaron. ¿Estará pensando lo mismo que yo? ¿Cómo puede ser que me haga coaching un sujeto al que doblo en años y experiencia profesional?

"No puede ser, tú tienes 33 años, estás casado, tienes 3 hijos y estás hablando sin problemas conmigo y yo tengo hijas de tu edad, ninguna casada ni con hijos y para que te hablo de los pololos, con ellos no puedo sostener una conversación de más de 5 minutos".

Ernesto literalmente me sacó de mi zona de confort, pero antes de que pudiera pensar en cualquier otra cosa me preguntó… ¿Y te casaste por la iglesia?

Mi respuesta lo indignó aún más y repetía, con varios garabatos y modismos nacionales que omitiré, cómo era posible que él, a punto de jubilar, no tuviera nietos. "Para que te cuento como sufre mi señora".

Concluida la hora, Ernesto me dio un fuerte apretón de manos, me dijo que había sido un placer hablar conmigo y que incluso se le había olvidado que estaba haciendo coaching en el baño. Sonriendo me despedí de Ernesto y concluí, para mis adentros, que mi primera sesión de coaching había sido un fracaso.

No pude preguntarle nada, no pude hablar de su trabajo, de su plan de salida o nuevos proyectos, por lo que me propuse enfocarme aún más en la segunda sesión, pues claramente fue Ernesto el que llevó la conversación y no me dejó meter la cuchara.

Y llegó la segunda sesión. Y la promesa de Ernesto se cumplió, pues fui parte del espectáculo que le gustaba brindarle a sus clientes. Me presentó a todo el mundo, hizo un par de tallas un tanto desubicadas a un par de garzonas y me invitó a sentarme con bombos y platillos a nuestra mesa.

Tenso, rompí el hielo contándole lo que me había pasado después de la primera y con un pisco sour en la mano, Ernesto se río y me dijo que estaba muy equivocado. "Mira Sebastián, debo reconocerte que iba bien lateado a esto del coaching, pero lo pasé increíble contigo y me quedé pensando en todo lo que no hablamos y la verdad, me importa re-poco. Probablemente haré unas consultorías o quien sabe, si me aburro, alguna pega buscaré o armaré un cuento, ahí seguro te pido ayuda, pero lo que más me dejó atravesado es qué hicimos mal con mi señora. Si no es mucha la patudez, ¿cómo lo hicieron tus papás?

Salvado por el primer plato, aproveché la interrupción y pedí otra coca cola. Ernesto, animado con la conversación, aprovechó de pedir una copa de vino blanco y me contó que después de hablar conmigo habló con su señora y "los dos quedamos muy preocupados. ¿Habremos sido muy flexibles? ¿Debimos haber sido más estrictos, menos modernos? ¿Qué hicimos tan mal?"

Salí derrotado de la segunda sesión y Ernesto me ofreció, para la tercera, pasarme a buscar, pues "a pata no vas a llegar". Acepté su ofrecimiento y cuando hablé con Patricio éste se río de mí y me dijo que no fuera tan serio. "Mira, lo importante es que el cliente salga contento de la sesión. Que hagas más o menos da igual, lo esencial es que él esté satisfecho y no que tu quedes contento".

Doblemente golpeado, acepté el desafío de ir sesión a sesión a juntarme a hablar de cualquier cosa con Ernesto a distintos restaurantes capitalinos. Debo confesar que disfrutaba la comida y las historias de mi anfitrión, pero entremedio me abrumaba el hecho de no hacer nada, de no pagar la cuenta y de ser constantemente alabado por Ernesto.

Y así fueron las 10 sesiones programadas. Poco y nada hablamos de lo profesional y menos de su futuro y al despedirnos Ernesto me dijo que iba a echar de menos nuestras conversaciones y que por favor mantuviéramos el contacto.

Pasaron los meses y de repente recibí un correo de Ernesto, pero antes de abrirlo me llamó la atención la foto de perfil, pues en vez de su foto, había la de un bebé. Sin más, abrí el correo y ya en la primera frase supe que había sido abuelo y que quería invitarme a almorzar para ponerme al día.

Así, en un nuevo restaurante, Ernesto me contó, deleitado, que estaba vuelto loco. Él y se señora habían enloquecido por su nieta y me confesó que nunca pensó que a esta edad podía ponerse tan huevón. "Babeo, estoy totalmente enamorado de esta guagua".

En cuestión de segundos me mostró cientos de fotos y como quien no quiere la cosa, también me contó que estaba felizmente asesorando a una gran empresa, pues necesitaba hacer algo más aparte de ser abuelo y dueño de casa.

Ernesto estaba realmente feliz y aunque su hija nunca se casó, su yerno terminó siendo un muy buen papá y muy buen marido. "Mucho mejor papá y mucho mejor marido de lo que yo fui a su edad, pues estaba todo el día trabajando".

De este almuerzo salí aliviado, pues ahí comprendí la importancia del ciclo vital.

El tema laboral, para alguien como Ernesto, no era lo central, pues ahora, más que independizarse, reemplearse o armar un nuevo negocio, lo que él quería era disfrutar su matrimonio, su familia y trabajar un poco, para no aburrirse en los crecientes ratos libres.

Gracias a Ernesto comprendí que en el coaching ejecutivo no todo es hablar de trabajo y de crecimiento personal, sino que también deben haber espacios para aquellas inquietudes que verdaderamente nos quitan el sueño, lo que me hizo ganar flexibilidad y cintura. Y Patricio, mi entonces jefe, quedó deleitado de que gracias a su derivación, Ernesto había hablado muy bien de nosotros con su cliente, por lo que en la oficina me gané un poroto por comer rico, hablar poco y escuchar mucho.

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