Haruki Murakami regresa a sus orígenes con La muerte del comendador

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En el último libro del escritor japonés, que busca ser un homenaje a su novela preferida, el Gran Gatsby, resuena el tono y la voz de La caza del carnero salvaje, su novela publicada hace 36 años que marcó el punto de partida del "realismo fantástico" que caracteriza su obra.


En 1982 Haruki Murakami publicó La caza del carnero salvaje. Tenía dos libros a su haber, pero fue ahí donde realismo y fantasía convergieron, creando un estilo del que nunca más escaparía, pese a excepciones como Norwegian Woods —traducido al español como Tokio Blues— o Al sur de la frontera, al oeste del sol. Incluso "el carnero salvaje" reaparecería luego en Baila, baila, baila de 1988.

"Nunca sueño, excepto una o dos veces al mes (…) pero no tengo que soñar, porque puedo escribir", dijo hace algunos días en una entrevista a The New York Times. Y eso son sus libros, una extraña combinación entre ese "realismo sucio" que tanto admira de Raymond Carver y los sueños. Sueños que pueblan también su última novela, La muerte del comendador (Libro 1) —la segunda parte está prevista para enero de 2019—, cuya traducción acaba de llegar a Chile.

El libro recuerda más que ninguna de sus últimas novelas aquella obra fundacional publicada hace ya 36 años. Pero aquí no hay "un carnero salvaje" ni el protagonista recorre Japón en busca de un sentido. En La muerte del comendador, todo transcurre en un solo lugar, una región montañosa cercana a Tokio donde el narrador se recluye luego de que sorpresivamente su esposa le pide el divorcio. Y allí no sólo comienza a rehacer su vida, dejando atrás su trabajo como retratista de empresarios y políticos para dedicarse a descubrir su propio estilo en el arte, sino también empieza una búsqueda —como en casi todo libro de Murkami— por entender el sentido de la propia existencia. Hay soledad en el protagonista del libro, como la hay en el protagonista de La caza del carnero salvaje y como la hay también en casi todos los personajes de las novelas de Murakami.

Pero además de soledad, hay fantasía. "La realidad no se limita a las cosas que se pueden ver", dice el protagonista en una parte de la novela en una suerte de máxima de la obra de Murakami.

La casa donde vive pertenece al padre de un amigo, Tomohiko Amada, reconocido pintor de estilo tradicional japonés. Un lugar donde su dueño vivió gran parte de su vida tras regresar de Europa. Allí, el protagonista descubre un misterioso cuadro de estilo tradicional oculto en el entretecho que recrea la muerte del comendador de la ópera Don Giovanni, de Mozart, cuyos acordes resuenan a lo largo de gran parte del libro. El misterio del cuadro, el extraño hallazgo de un túmulo desde donde surge el ruido de una campanilla, un excéntrico millonario y la aparición de un pequeño hombrecito con la forma del comendador —una "idea" como él se identifica— son los personajes que pueblan la novela.

La unión entre la tradición japonesa y la cultura occidental encarnada en el cuadro de Tomohiko Amada que da título al libro es también una metáfora de la propia obra de Murakami, donde convergen ambas culturas. El propio escritor comentó a The New York Times que la inspiración original del libro provino de un relato de la colección Historias de la lluvia de primavera de Akinari Ueda, un autor del periodo Edo "sobre una momia que volvía a la vida". Pero también de su deseo de escribir una suerte de homenaje al Gran Gatsby, su novela preferida. Y en la obra a la par de los acordes de Don Giovanni también resuena la novela de Fitzgerald y la figura de Jay Gatsby parece rimar con la de Menshiki, el extraño millonaria que le paga al protagonista una suma "fuera de lo normal" para que le pinte un retrato que le permitirá reencontrarse con su propio arte.

La novela parte cuando el mundo del protagonista se derrumba por la decisión de su esposa de dejarlo, tras confesarle que tiene un amante. A partir de ahí, La muerte del comendador es un viaje de redención, donde el mundo no siempre es lo que parece y donde la fantasía es a veces más concreta que la realidad. Pero es también un homenaje al arte como vehículo para lograr esa redención y como instrumento para descubrir lo que la realidad a veces nos oculta.

El retrato que el protagonista pinta del excéntrico millonario es justamente eso: una obra que "saca a la luz algo que Menshiki no hubiera deseado que se conociera". Y el pequeño comendador que se le aparece al protagonista, como si estuviera viviendo en un sueño, es un símbolo de esas cosas que están ahí, pero que no somos capaces de ver. Esas ideas que el arte logra liberar.

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