Parracidio

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Cuando se celebraron los 100 años de Nicanor Parra, tanto la izquierda como la derecha querían algo de él. Algunos, incluso, lo comenzaron a llamar maestro. Y la casa en Las Cruces se convirtió en un museo involuntario. Parra se volvió un centro de encuentro del poder político y cultural.


Para los que crecimos con los lamentos de Neruda (a quien con el tiempo supimos apreciar, aunque a regañadientes), y con las hermosas imágenes (aunque desoladoramente hermosas) de Gabriela Mistral, Nicanor Parra fue un cable a tierra.

Sus poemas nos parecían chistes o aforismos a la pasada. Sus artefactos, memes (mucho antes, claro, de que se inventaran los memes). Sus versos se leían como un simple juego de palabras divertidas que solo tiempo después, entendimos, eran mucho más que divertidas palabras.

Para mi generación –nacida en los ochenta–, leer a Parra no era muy distinto a ver El Chavo del Ocho (como dijo en su discurso de aceptación del Premio Juan Rulfo: "Los premios son para los espíritus libres / Y para los amigos del jurado / Chanfle / No contaban con mi astucia"). Si Neruda era sinónimo de paseo de curso a una de sus casas-museos, y a Mistral la perfilaban única y equivocadamente como una educadora y diplomática, la obra de Parra se salió con la suya. Era lectura obligatoria y a la vez se podía leer como si no fuera tal.

Eso sí: este es el Nicanor Parra de los noventa, pre-Universidad Diego Portales. Porque antes de que convirtiera en un poster boy de aquella casa de estudios. Y antes del premio Cervantes y ese intenso perfil en El País por la cronista Leila Guerriero ("Es un hombre, pero podría ser otra cosa: una catástrofe, un rugido, el viento."). Y antes del empujón y efecto de Roberto Bolaño (quien intermedió para que tuviera un nuevo aire en España). Antes de eso, claro, Parra fue para una nueva generación de lectores y lectoras uno de los tantos libros de nuestros padres y madres. Pero uno de los pocos libros de la biblioteca familiar que causaba lo que la literatura debe causar: una mezcla de prohibición y encanto, una irradiación peculiar y única, la sensación de que en esas páginas hay algo que te habla a ti, solamente a ti.

Por ahí tengo mi copia de Versos de salón, primera edición, que leí entremedio de cómics y tardes de Nintendo. No fue casual que por entonces en TVN dieran por las noches Volver al futuro; en Versos de salón Parra invitaba a subirse a la montaña rusa, en la cinta de Robert Zemeckis el "Doc" abría la puerta del DeLorean y ofrecía un viaje hacia donde no había carreteras.

Así, mientras escribo esto, entre las páginas de Versos de salón encuentro una breve carta que el mismo Parra me mandó, luego de que a su vez yo le mandara mi novela La soga de los muertos (en la que un misterioso grupo inicia una campaña para que el antipoeta gane el premio Nobel). MEJOR QUE NO, decía la nota, con esa letra parriana, en alusión al Nobel. Eso era lo que a muchos nos atrajo en un comienzo de la poesía de Parra: aquel "Mejor que no" cercano al "Preferiría no hacerlo" de Bartleby, el dilettante escribiente de Melville.

Sería un pacto secreto entre lector y poeta que, de alguna forma, se acabaría cuando se celebraron sus 100 años. Para entonces tanto la izquierda como la derecha querían algo de él. Algunos, incluso, lo comenzaron a llamar maestro. Y la casa en Las Cruces se convirtió en un museo involuntario. Parra se volvió un centro de encuentro del poder político y cultural (cuesta imaginarlo sin ese entourage literario compuesto por Alejandro Zambra, Matías Rivas, Rafael Gumucio, Patricio Fernández y otros más).

Lo bueno de su longevidad es que hoy existen tantos Nicanor Parra, tantas piezas diferentes del llamado antipoeta, que a estas alturas es posible armarlo y desarmarlo a gusto de cada uno.

A un año de su muerte, lo mejor es esperar esas biografías que –como sucedió con Pablo Neruda– echarán luz sobre rincones oscuros y contradictorios. Porque Nicanor Parra murió canonizado. Y lo que ahora viene será justamente lo contrario. Regresarlo a su papel de antipoeta.

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