Thelonious: un classic album de Santiago

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Thelonious.

"Como me comentó un amigo, el Thelonius es un Classic album de la noche santiaguina. Y es verdad. Es la ocasión para experimentar la misma sensación que tenían los que iban a los clubes de Nueva York a ver a Miles Davis."


Lo teníamos acordado desde hace dos semanas. La semana pasada estábamos cansados y preferimos ver una película. "La otra sí que sí", me dijo. Y aquí estamos. Caminando de noche por Bombero Núñez. Es jueves. Me gustan los jueves, porque la cosa ya empieza a moverse.

En la calle vemos poca gente. Los guardias —mejor dicho, los gorilas— en la entrada del Diosas, que parecen personajes de película de cine B, se pasean como leones enjaulados y seguro quisieran estar adentro viendo los sudorosos y encendidos shows. No pueden. No les tengo lástima.

Un tipo está parado en un poste, tiene un tajo feo en la cara, parece un dealer, pero mejor pasamos de largo y no lo averiguamos. Un Uber —por defecto creo que es Uber, aunque puede ser un Didi también, o un amigo buena onda que se ofreció de taxi— se para y un tipo vestido con chaqueta y jeans se baja. Lo miro. Camina directo al Diosas. Los gorilas lo miran y se le acercan. Al fin tienen algo que hacer.

Acá estamos. Desde lejos parece una casa. Una de esas antiguas del sector. Hay una reja, una puerta pesada que no se mueve con nada.

Está cerrado, me dice ella.

Le digo que no, que esto tiene un código. Parece cerrado, pero en rigor, está abierto. Una pequeña ventana en la puerta permite ver el interior. Hago gestos con mi mano, señas. Cualquiera desde afuera pensaría que estoy loco, cómo se le ocurre a ese huevón hacer señas y morisquetas a una puerta, pero esa es la manera en que uno entra a este local. No hay otra.

Nos abren, la puerta deja paso a un pasillo corto. Otra puerta. Estamos en el Thelonius, lugar de jazz. Alguna vez, mientras estudiaba batería de jazz, mi maestro me decía que en el jazz todo funciona al revés. Cuando normalmente hay que tocar fuerte, acá va despacio. Cuando acentuamos en el tipo 1 y 3, acá, en el 2 y 4. Eso es el ritmo sincopado. El local reproduce algo de eso. Se abre cuando parece cerrado, y la entrada no se paga cuando se llega, sino al final. Se incluye en la cuenta.

Hay poca gente, eso me gusta. Eso nos gusta. Siempre me ha gustado que el jazz no tiene esa pretensión tan ansiosa y tan de nuestra era del éxito. Acá pueden estar cinco personas en una tocata y nadie va a estar pensando en la plata que se dejó de ganar. En el jazz importa más el talento antes que llenar el local.

Está sonando el Milestones como música de fondo. Me alegro de poder reconocerlo. Me felicito. Hay mesas para dos y cuatro personas. Nos sentamos en una doble, casi frente al pequeño escenario.

Al entrar es imposible no mirar los cuadros que inmortalizan a viejas glorias del jazz, tanto chilenas como extranjeras. Hay una barra, a la antigua. Me encantan los lugares con una barra. Les da onda. Siempre creo que va a aparecer el barman de The shining y me va a ofrecer un trago. Algún día va a ocurrir. Llega una garzona, no sé cómo se llama, pero pongámosle nombre. Mona, como la mamá de Pete Best. Hola, Mona. Hola. Les ofrezco la carta. Gracias, Mona. Pedimos una tabla de quesos y aceitunas, ella anota un vodka; yo, un ruso blanco.

Nos llama la atención otra cosa. Una biblioteca. Sí. Una biblioteca en un bar. Pocas veces lo he visto, pero me parece interesante. Recuerdo que a Cortázar le gustaba el jazz y no puedo evitar imaginármelo escribiendo cuentos como El perseguidor escuchando un vinilo de Charlie Parker, moviendo sus pies y dejándose atrapar por el ritmo sincopado. El jazz tiene eso mismo que piden los buenos libros: calma, paciencia, disfrutar del tiempo. Cortázar decía que cuando a uno le regalan un reloj, el regalado es uno en el cumpleaños del reloj. Uno casi se convierte en un esclavo del reloj. Los libros y el jazz son el antídoto contra eso, son como novelas del tiempo, en que uno -como Saturno, como Cronos- puede ser dueño del tiempo.

Vemos un piano de cola. A ella le gusta. Veo una batería, me encanta. Un contrabajo, nos gusta a los dos. Son instrumentos del local. Siempre están ahí.

Ahora suena un disco de Herbie Hancock. Llega Mona con los tragos y el mange. Gracias, Mona. Se demoró poco, eso me gusta. Salud.

De repente, se detiene la música.

El Thelonius tiene algo que nunca he visto en algún local, y menos en los grandes festivales musicales que hoy abundan en Chile, un locutor que presenta a la banda. Con su mejor voz radial va introduciendo a los integrantes uno por uno.

"Vinimos a escuchar jazz, y hoy no hay jazz", me apunta ella.

Hace unas semanas vine solo. Escuché a un quinteto. El local tiene pilares de madera, unas gradas de madera atrás del escenario (se llena cuando tenemos festival, me contaba uno de los trabajadores del local). No sé si será por eso, aparte de los buenos micrófonos, pero sonaba increíble. Muy cálido, muy del jazz. Todo el sonido narigón de la trompeta retumbaba con furia. El be bop con sus frases largas, como poemas sin pausa. El piano, glorioso; el contrabajo, corriendo, siempre corriendo. Va haciendo juego con el bombo; mi maestro me decía que uno tiene que tratar de oír el bombo proyectado en la caja del contrabajo. Interesante. Como oyente trato de hacerlo. Ambos van en la suya, marcando los acentos de cada palabra. Adoro las baterías de jazz, hasta sus medidas son particulares. Nótese que grandes bateristas de jazz han lucido en el rock. John Densmore es uno. El guitarrista va contestando las frases de la trompeta. Me gusta el jazz de trompeta, mis héroes del jazz tocan ese instrumento. "¿Por qué le gusta?", me preguntó mi maestro, y no sé. Simplemente, me gusta. Me agrada eso de no tener una explicación clara para un gusto. Es así no más.

—Me gustaría aprender a tocar la trompeta.

—¿No me dijiste el acordeón?

—Sí, también, pero la trompeta es jazzera, nasal, me encanta cómo suena.

—Debe ser difícil, no sé, onda ocupas mucha energía para hacer sonar ese coso.

—Cortázar tocaba trompeta, pero él mismo decía que era pésimo.

Esta noche hay un dúo que canta vals peruano. No es la única vez que lo veo. De repente, en el Thelonius uno también puede escuchar cosas más experimentales, jazz fusión y cosas más latinas. Ella me pide que vengamos de nuevo otro día, pero que haya jazz. Me gusta esto, suena súper porteño, pero tenía ganas de jazz.

Como me comentó un amigo, el Thelonius es un Classic album de la noche santiaguina. Y es verdad. Es la ocasión para experimentar la misma sensación que tenían los que iban a los clubes de Nueva York a ver a Miles Davis. A lo mejor exagero, pero quiero creerlo. Será mejor así.

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