Los hijos y los padres: un relato de Jaime Bayly

Después, en el taxi de regreso al hotel, me pasa lo que me pasó en el vuelo a Buenos Aires: de pronto estoy pensando en mi madre, de pronto estoy llorando porque no pude ser el hijo virtuoso que ella hubiera querido que fuese.



Antes de despegar con destino a Buenos Aires, me encomiendo a mi hermana, que fue monja y poeta, por si acaso me escucha en otra dimensión espiritual:

-Por favor, protégeme, regálame paciencia y humildad, dame sabiduría en este viaje.

No creo en ninguna iglesia, pero creo en mi hermana, que murió el año pasado. Por lo general, cuando estoy en apuros, le pido favores. Era humilde y sabia.

En el vuelo veo tres películas, y las tres me hacen llorar. Primero, “Empire of Light”, de Sam Mendes, con una actriz, Olivia Colman, que ya me había fascinado en “The Lost Daughter”: su personaje está mal de la cabeza y yo también estoy mal de la cabeza y por eso al final ella está sola y yo también estoy solo y estoy llorando por ella y por mí. Después veo “Juniper”, con Charlotte Rampling que hace de una vieja alcohólica malhumorada que no puede caminar y está muriéndose: el modo insolente en que ella se despide de la vida, bebiendo ginebra y fumando marihuana, me hace amarla y llorar por ella, porque es así como me gustaría morir a mí también. Finalmente, veo “The Son”, con Hugh Jackman como padre atormentado de un adolescente autodestructivo que se cuestiona si desea seguir viviendo y trata de quitarse la vida, como yo, cuando era joven, traté de quitármela para escapar de mis padres y, sobre todo, de mí mismo.

Llego entonces a Buenos Aires hacia las ocho de la mañana sin más lágrimas que derramar: las he dejado todas en el avión.

Al ser domingo, no hay tráfico entre el aeropuerto de Ezeiza y el hotel en Recoleta. El chofer, Ricardo, que conduce una camioneta, es caballeroso y mesurado en el hablar. Tiene una empresa de transporte. Como es obvio, trabaja incluso los domingos. Sobrevive en medio de la adversidad. Le podría ir mejor, claro, pero también le podría ir peor, y no se queja, o no tanto. Mal que mal, es el dueño de una empresa y cobra en dólares a los turistas que pueden contratar su servicio.

Me han asignado una suite en el piso nueve. Es grande y luminosa: esto último es un problema y enseguida cierro todas las cortinas y apago todos los aires y, antes de conciliar el sueño, le agradezco a mi hermana porque el vuelo llegó a tiempo y el tráfico no se ensañó conmigo.

Esa noche voy a un programa de televisión. He dormido toda la tarde. Estoy de buen humor. Luis, el anfitrión, me pregunta por las cosas políticas argentinas. Respondo, encantado. Desde muy joven he seguido las apasionantes intrigas, conspiraciones y felonías argentinas. Como corresponde, fustigo a los charlatanes que están en el gobierno. Me sale del alma elogiar a un político joven, liberal, incendiario, Milei, que ha leído a Friedman y entiende qué ha provocado la inflación (la emisión desenfrenada de billetes: es un fenómeno monetario) y qué se debe hacer para acabar con ella. Sin embargo, no quiero quedar como un fanático de Milei, y por eso digo que discrepo de él en cuanto al aborto y me alarma que diga que el sexo le provoca asco o repugnancia. Es verdad: todos los políticos castos, solterones, reprimidos, que he entrevistado, suelen ser volcánicos al hablar, como si desearan alcanzar el éxtasis verbalmente, y me inspiran desconfianza porque, si no se atreven a ser libres con su propio cuerpo, en su propia cama, entonces difícilmente defenderán las ideas de la libertad cuando tengan una parcela de poder. Quiero decir que los políticos que no follan, que por tanto no se humanizan de vez en cuando, me dan un poco de miedo.

Al día siguiente ha salido el sol y el otoño más parece primavera. Qué felicidad tan grande la de estar en Buenos Aires: me siento en casa. En una de mis vidas anteriores, debí de ser argentino o, más probablemente, argentina (dicen que los gays y los bisexuales varones hemos sido mujeres tan felices en una vida anterior que por eso seguimos cultivando con pasión incomprendida nuestra sensibilidad femenina). Me dirijo en un taxi a la feria del libro. El chofer es joven, se llama Javier, no fuma, menos mal, y tiene los brazos tatuados. Me cuenta con orgullo que es dueño de dos taxis y que, con sus propias manos, y las de su padre, que luego murió, construyeron dos apartamentos. En uno vive con su esposa y sus dos hijos, y el otro lo alquila. A pesar de que la clase política argentina ha sido ladrona y embustera, multiplicando el número de pobres, este muchacho laborioso, Javier, es propietario, no inquilino, y es jefe, no empleado.

-Me saco el sombrero -le digo-. Te felicito de corazón. Tu padre debe de estar viéndote con orgullo. Porque salir de abajo y prosperar en este país es casi un milagro.

Pero él me cuenta que trabaja los siete días de la semana y que cada mes consigue comprar cien dólares que, por supuesto, ni que fuera loco, no los guarda en el banco. Solo un lunático o un demente ahorraría en pesos argentinos, en un banco. Al llegar a la feria, no le pago en pesos, le pago en dólares. Promete que pasará a buscarme en dos horas.

En la feria, en una cabina radial, me entrevistan un padre, Alfredo, y su hijo, Diego. Me conmueve que el hijo, por amor, ejerza el mismo oficio noble que el padre: el de mirar las cosas que pasan, describirlas con lucidez y hacer preguntas, hacerse preguntas. Ambos me hacen preguntas sobre mi libro y sobre todo lo demás. Pero yo solo veo a un padre y un hijo que se aman hasta el fin de los tiempos. Y pienso que si mi padre me hubiese amado como no pudo amarme, como no supo amarme, yo no hubiera sido periodista primero y escritor después: hubiese sido banquero y cazador, como él, porque, desde el afecto y la admiración, habría querido seguir sus pasos. Entonces respondo con ánimo risueño, pero, en el fondo, estoy triste, aunque disimulándolo, porque el destino me escamoteó la tranquila felicidad de tener un padre que me amase, que me indujese a ser como él. Al salir de la cabina, unas señoras bien abrigadas me piden fotos. Me quieren. No hay duda, en esta ciudad me quieren. Unas pocas señoras, claro, pero con ellas alcanza para sentirse bien.

Extrañamente, mi amigo Javier, el chofer laborioso, tarda en llegar. Tan pronto como subo a su auto negro y amarillo, me dice:

-Se me ha roto el embrague.

Avanza apenas dos calles y anuncia:

-Se me ha roto el auto. No puedo seguir.

Enseguida pienso:

-Todo está averiado, estropeado, a punto de romperse en este país.

Le pago de todos modos, le deseo suerte y me alejo, mientras él trata sin fortuna de arrancar el auto.

Esa noche me llevan a otra televisora. Me entrevista Jonatan, hijo de quien fuera un personaje desmesurado y lenguaraz de la televisión, Mauro, a quien por supuesto conocí. De nuevo, es el hijo que, por amor, sigue las huellas del padre, recorre el sendero que abrió el padre, superándolo, mejorándolo. Hablamos de todo un poco. Jonatan me sorprende cuando me pregunta por Shakira. Le digo que la amo, que siempre la amé, que es un amor sin cura ni remedio. No parece creerme cuando le cuento que hace veinticinco años ella me dijo para ir al cine, pero yo me encontraba tan triste, divorciándome de mi primera esposa, Casandra, que no quise contaminarla con mi tristeza.

Más tarde, me concedo el placer de cenar con dos amigos argentinos, ambos escritores, Jorge y Verónica, a quienes leo con devoción. Hablamos principalmente de política. Jorge me dice que el presidente está tan solo que, si lo llamásemos ahora mismo, nos invitaría a tomar algo en la casa de Olivos; que Milei no es ningún bobo y que, si gana, tendrá que pactar con Macri y Bullrich porque no tiene un equipo; y que Macri no aplicó una terapia de choque apenas se juramentó como presidente porque no podía, el contexto no se lo permitía. Yo les digo que Milei pasará al balotaje y que Massa me recuerda al Fouché que tan bien describió Zweig: el genio revoltoso, el eterno traidor, el astuto truchimán que siempre encuentra la manera de trepar, al tiempo que los otros, sus enemigos, a quienes ha emboscado con su perfidia, se hunden en el mar de la desdicha y el ostracismo.

En el hotel duermo como un bebé, de dos de la mañana a dos de la tarde. No conozco a un hombre más perezoso que yo mismo. Deberían darme una medalla o una llave de la ciudad.

Al día siguiente veo el fútbol de la Champions por la tarde (yo quería que ganasen los de Guardiola) y voy a una televisora por la noche. Me entrevista Nico. Lo quiero mucho, lo he escuchado en la radio, lo he leído, es un gran reportero. Además, está gordo, como yo, lo que multiplica mis reservas de afecto a él. Al besarlo en la mejilla, me sorprende que su barba incipiente sea suave como una pelusita y me quedo con las ganas de besarlo más a menudo. Nico, como Diego, como Jonatan, también sigue los pasos de un padre periodista, Miguel, que además es filósofo y sabio taciturno. Hablando con Nico, me siento como en mi casa, solo que nos faltan las empanadas. Me quedo perplejo cuando pasa un video de la vicepresidenta diciendo que es un horror que el hombre más rico del mundo venda accesorios de lujo: bolsos, zapatos, cinturones, carteras, unos accesorios que cuestan miles de dólares ¡y que ella exhibe muy a menudo! Le recuerdo lo que decía Borges, un sabio humilde:

-El lujo es una vulgaridad.

Por eso todo en aquella señora es falso, impostado, vulgar.

He traído tan poca ropa a Buenos Aires que debo ir a comprar dos camisas porque aún me faltan varias entrevistas en televisiones y radios y, acaso lo más importante, hablar el viernes en la feria del libro, presentando la novela “Los genios”. Voy entonces a una tienda de ropa y compro dos camisas. Al pagar, el vendedor, Mariano, un encanto, me dice:

-No te conviene pagar con tarjeta porque te van a dar el dólar oficial. Si pagas en efectivo, te damos el dólar real.

Naturalmente, amo a Mariano y pago en efectivo. Le prometo que en un par de días volveré por una chaqueta de cuero negra que quiero usar el viernes en la feria del libro para parecerme a un candidato pelucón, transgresor y escandaloso como Milei.

Aquella noche voy a un programa conducido por un siquiatra, Diego, que hace unos años me hizo una entrevista profunda, penetrante. En esta ocasión, de pronto me sorprende: pasa un fragmento de una entrevista que le hice a mi madre. Quedo conmovido. Le digo:

-Lo poco de bueno que hay en mí, se lo debo a mi madre.

Luego Diego me da un ejemplar de “Los genios” y me dice:

-Quiero que se lo dediques a ella, a tu madre.

Entonces no lo dudo y escribo:

-Para Doris Mary: cuando estoy contigo, creo en Dios.

Después, en el taxi de regreso al hotel, me pasa lo que me pasó en el vuelo a Buenos Aires: de pronto estoy pensando en mi madre, de pronto estoy llorando porque no pude ser el hijo virtuoso que ella hubiera querido que fuese.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.