Columna de Marisol García: Encendida, Tina

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Muchos adjetivos comparables (“eléctrica”, “arrebatadora”, “exciting”) se han compartido en estas horas de despedida a la inigualable cantante nacida en Tennessee, aunque se extrañan menciones que aborden lo innegable: Tina Turner era, en vivo, un manifiesto sexual en sí mismo.



“… es una chiquilla increíble. Llega en esta minifalda supercorta, muy por sobre sus rodillas, con chorrocientas lentejuelas plateadas y chispitas pegadas encima. Su baile es completamente desenfrenado. A diferencia de los corteses grupos Motown, ella y las Ikettes gritan, gimen y ejecutan un fantástico boogaloo. Independientemente de lo que pienses de su música, frente a Tina Turner merece la pena sentarse y prestar atención”.

No era realmente una intérprete a quien buscaba describir el cronista de esa antigua revista Rolling Stone de 1967, sino más bien a una colisión de la naturaleza que se valía del canto y del baile para instalar una presencia que parecía exceder incluso al género del rock and roll en su año de mayor expansión.

Ike & Tina Turner

Muchos adjetivos comparables (“eléctrica”, “arrebatadora”, “exciting”) se han compartido en estas horas de despedida a la inigualable cantante nacida en Tennessee, aunque se extrañan menciones que aborden lo innegable: Tina Turner era, en vivo, un manifiesto sexual en sí mismo. En su caso, intrincado a reivindicaciones de género, clase y raza que agigantan su legado al nivel de una referencia cultural completa. El movimiento de sus caderas y piernas (tan justamente protagónicas), esa categórica sacudida de melena (hasta la vejez), las manos acariciando con oficio el pedestal de un micrófono: los registros de sus shows en diferentes décadas muestran a quien no está dispuesta a pedir permiso para disentir del papel asignado a una mujer afroamericana con un talento vocal como el suyo.

“Operaba en un plano diferente. No había nada kid-friendly en sus presentaciones cargadas de erotismo, y recuerdo cómo su voz gutural, sus muecas, su transpiración y su físico me inquietaban cuando estaba en la primaria”, escribe Maureen Mahon en Black Diamond Queens, un ensayo sobre la gesta de las mujeres negras en el rocanrol que adivinen a quién pone en portada: “Al igual que Jimi Hendrix, la exagerada sexualidad de Turner en sus actuaciones fascinaba a un público blanco a la vez que descolocaba los estereotipos sobre la negritud”.

Suele plantearse como un avance desde antiguas pacaterías, pero es dudoso que la profusión de pistas eróticas que hoy despliega la música de vocación comercial guarde una intención más profunda que la evidente: llamar la atención (sin realmente hipnotizar), mostrar bien tonificado el músculo del ego (más que el de la identidad); ganar, en fin, la partida de una competencia de distancia corta y pista bien asfaltada, que solo espejea los privilegios del mercado y alimenta una exposición falseada por filtros de instagram. “Quiero que la gente se sienta viva y conectada conmigo”, decía Tina Turner sobre su despliegue escénico, magnífica dirección de sexualidad hacia un objetivo de auténtico encuentro colectivo y necesaria provocación a la banalidad, la rigidez, la desdicha.

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