Por Jaime BaylyCómo me dejó el inglés: un relato de Jaime Bayly
A pesar de que me matricularon en un colegio británico, nunca hablé inglés tan bien como mi abuelo y mi padre. Sin embargo, en la escuela lo hablaba con un mínimo decoro porque ciertos profesores angloparlantes, extranjeros al idioma español, me obligaban a hacerlo. Ahora lo hablo fatal, cada vez peor.

Cuando llegué a esta isla bendita hace treinta años, escapando del desierto, hablaba español e inglés. Ahora solo hablo español. A pesar de que el inglés es el idioma oficial en este país, lo he olvidado casi por completo.
Aprendí a hablar inglés gracias a mi abuelo paterno, que era cónsul honorario irlandés y prefería hablarme en la lengua de sus mayores. Era un hombre culto, refinado, moralmente estricto. Le gustaba pintar, escuchar música clásica, leer en inglés y en francés. También le interesaba vivamente acrecentar su fortuna. Por eso vivía en una casa grande, de arquitectura moderna, con numeroso servicio doméstico, y poseía una casa en el campo, cerca de la casa de mis padres, que él les había regalado. Todos los veranos viajaba a Europa para asistir a festivales de música clásica. Desde allá, su esposa, mi abuela paterna, me mandaba postales amorosas.
Mi padre pistolero, su hijo mayor, que se llamaba como él, no me hablaba en inglés, aunque dominaba ese idioma. Estaba suscrito a varias revistas en inglés (de actualidad, geografía, historia, armas de fuego) y guardaba en casa una vasta colección de aquellas publicaciones. Mi abuelo paterno no le hablaba en inglés a mi padre, su hijo mayor. Le hablaba en español, en las raras ocasiones en que le dirigía la palabra. Se llevaban mal. Mi abuelo no era cariñoso con mi padre. Conmigo, en cambio, era afectuoso a su manera. Al parecer, cifraba en mí la confianza que había perdido en mi padre. Cuando se dirigía a su villa en el campo, a una hora de la ciudad, mi abuelo no se detenía a saludarnos, a pesar de que su casa y la nuestra estaban a pocos minutos en auto. No quería ver a mi padre. Le irritaba verlo. No lo decía, pero uno podía adivinarlo: mi abuelo se consideraba un ganador, y veía a mi padre como un perdedor sin remedio. Cuando llamaba por teléfono a nuestra casa, pedía hablar conmigo, no con mi padre. Al despedirnos, me animaba a leer, diciendo: El que sabe, sabe.
Mis padres no se hablaban en inglés, a pesar de que mi madre, exalumna aplicada en un colegio de monjas americanas, hablaba muy bien ese idioma, con cierta gracia cantarina, musical. Mi padre hablaba en inglés con algunos de sus amigos. A mí me hablaba en inglés para insultarme. Cuando se encontraba ofuscado, me decía palabras que sonaban bonito y pretendían humillarme: me decía asshole, moron, fool, o me decía sissy, fairy, o me decía gutless, loser, wimp. Si yo hablaba, me mandaba callar, diciendo bullshit.
A pesar de que me matricularon en un colegio británico, nunca hablé inglés tan bien como mi abuelo y mi padre. Sin embargo, en la escuela lo hablaba con un mínimo decoro porque ciertos profesores angloparlantes, extranjeros al idioma español, me obligaban a hacerlo. Ahora lo hablo fatal, cada vez peor. Mi comando en esa lengua se ha vuelto débil, vacilante. Ya no me siento seguro cuando la hablo. Digo pocas palabras y me repliego en un silencio conveniente. En realidad, casi nunca me veo forzado a hablar en inglés, debe de ser por eso que se me ha erosionado, oxidado. Todo lo que hago en esta isla bendita, y en la ciudad vecina, suelo hacerlo en español. Me hablan en la noble lengua castellana cuando voy al banco, a la farmacia, a los cafés y restaurantes, al correo, al supermercado, a la peluquería: mis interlocutores suelen ser cubanos, venezolanos y argentinos. En el canal de televisión donde trabajo hace casi veinte años, todo se hace en español, todos en mi equipo son cubanos y venezolanos. ¿En qué infrecuentes ocasiones debo chapurrear en inglés? Cuando me detiene la policía por conducir deprisa, o cuando voy al oculista (no así al dentista, que es peruano), o cuando viajamos a ciudades donde no se habla el español, o cuando estoy con mis hijas mayores porque sus parejas no entienden ni papa de español.
Mi esposa llegó a esta isla hace quince años, hablando alemán mejor que inglés. Ahora se expresa en inglés mucho mejor que yo. Ha hecho grandes progresos porque se empeña en hablarlo todo el tiempo, aun cuando podría comunicarse en español. Entonces habla en inglés con los profesores de nuestra hija, con sus maestros en la escuela de karate, con sus instructores en el gimnasio, con sus amigas en la isla. Por eso, porque elige hablar en inglés, va ganando confianza, va perdiendo el miedo, y entonces, cuando estamos con mis hijas mayores y sus novios, o en el colegio de nuestra hija adolescente, mi esposa se luce con un inglés seguro, desenvuelto, mientras yo hablo lo menos posible. Pero, además, ella juega con ventaja, porque dice que, después de tomar dos copas de vino, la lengua se le suelta y habla inglés con tanta facilidad como antes hablaba alemán. Yo, por desgracia, no tomo alcohol, y el agua mineral no consigue soltarme la lengua.
Es verdad que podría practicar inglés hablando con mi hija adolescente. Ella nos habla siempre en ese idioma, pero yo prefiero responderle en español y solo lo hago en inglés cuando me lo pide. Así como me siento un bobo por haber olvidado el decoroso inglés que hablaba de joven, estoy orgulloso de que mis hijas se expresen en inglés como si fuese su lengua materna.
¿Escuchar a mi hija menor hablando todo el día en inglés me servirá para que aquella lengua no me abandone del todo? ¿Leer tres periódicos en inglés me recordará las palabras bonitas que se me escapan como si fuesen mariposas que no consigo aprehender más? ¿Chapurrear en inglés con los novios de mis hijas me salvará de la derrota final, definitiva? No lo sé. Lo cierto es que yo leo las noticias en inglés, pero me da pereza leer libros en ese idioma, a diferencia de una de mis tías, tan querida, que cierta vez se excusó de no leer mis novelas, diciendo: Yo solo leo en inglés. Por supuesto, la amé.
En pocas semanas iremos a una fiesta en la que me tocará hablar en inglés. Si no encuentro las palabras con la fluidez de antaño, tomaré una copa de champaña para ver si vuelven a posarse en mi lengua tiesa, inhibida, enredada. Curiosamente, mis libros se han traducido a varios idiomas, pero nunca al inglés, lo que ha impedido que mi tía cosmopolita los lea. A veces, hundido en el sueño profundo que me conceden las pastillas, vuelvo a ser un joven, y hablo inglés perfectamente, como no podría hacerlo lúcido, despierto. Lo más raro es que casi siempre hablo en inglés con políticos importantes, por ejemplo, Clinton y Obama, a los que trato con gran familiaridad, como si fuésemos amigos, qué curiosa vanidad la mía cuando en sueños me suelto a hablar en inglés. También sueño en inglés con algunas mujeres de las que he vivido enamorado, por ejemplo, Shakira, que no me corresponde, y Gwyneth Paltrow, que extrañamente sí me corresponde, qué espléndida vanidad la mía, qué ridículo y poderoso es mi ego de conquistador cuando duermo. En raras ocasiones, he despertado hablándole en inglés a Aznar, o a Vargas Llosa, cuando bien podría haberles dicho mis memeces en la noble lengua castellana que los intrépidos conquistadores nos legaron a sangre y fuego.
No he olvidado que cierta vez, hace muchos años, en el baño de un hotel, de pronto me hablaron en inglés. Era temprano, las ocho de la mañana, y yo tenía un desayuno de negocios. Llegué media hora antes de la cita, entré al baño y me encontraba orinando, cuando un hombre de traje y corbata se acercó, se bajó la bragueta, empezó a orinar a mi lado, me miró de soslayo y me preguntó en inglés si yo era Jaime Baylys. Me pareció insólito que me hubiera reconocido allí, en los urinarios, y le dije que sí, que para bien o para mal yo era ese señor. Entonces él me dijo en inglés que estaba allí para desayunar conmigo y ficharme en la cadena de televisión que presidía. No nos dimos la mano, desde luego. Cada uno terminó de hacer lo suyo, se lavó las manos y caminó a la mesa donde enseguida nos saludamos como si no hubiéramos hablado un momento antes. Aquella mañana, mientras desayunaba con ese ejecutivo que me contrató y cambió la vida, sentí que hablaba inglés tan bien como mi abuelo y mi padre. Lástima que, treinta años después, solo puedo hablar español, y a duras penas, sin el vigor, la certidumbre y la fluidez de antes, cuando era un charlatán que mi padre mandaba callar, diciendo bullshit.
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