Columna de Óscar Contardo: El Bono Clase Media



La clase media es una fachada que insistimos en pintar y decorar, como si detrás de la puerta de entrada hubiera algo más profundo que una etiqueta que se descascara sobre un muro sin cimientos. Una clasificación demográfica, un público fantasmal para los políticos en busca de votos, una entidad misteriosa para los economistas distinguidos, una expresión de deseo, la ilusión de una prosperidad que pasó rozando, como un cometa que adornó las noches de un puñado de jornadas que han quedado en el pasado. Confundimos clase media con el reflejo de las vitrinas bien iluminadas de un centro comercial en un suburbio de casas idénticas color pastel; la asociamos con imágenes de ofertas de viajes al Caribe o fines de semana en Río; la petrificamos en la imagen de una familia con un carro de supermercado buscando las ofertas de la semana, encarnando en ese retrato un ideal valórico que tiende a situarse en un punto medio entre la conformidad y la desconfianza: fáciles de asustar y aun más sencillos de manipular.

La clase media ha sido sinónimo de un paisaje urbano, y también de un ocio plastificado por el marketing que todo lo anticipa: una calle cerrada por rejas en el medio de una villa, un condominio con caseta para el guardia de uniforme azul, un antejardín con gnomos y las tardes de domingos en un patio de comidas. Para muchos ha significado bajarse de la micro y subirse a un auto japonés o atender a la bocina de un furgón amarillo que lleva los niños al colegio pagado y los devuelve con una lista de útiles escolares que vacía el presupuesto del semestre. Todo eso ha sido, pero también mucho más. Porque pertenecer a la clase media también puede ser un estado de conciencia que divide el tiempo en cuotas y mantiene bajo resguardo todos aquellos aspectos oscuros de la existencia -la incapacidad física, la enfermedad, la vejez- que entorpecen el despliegue virtuoso de un optimismo exigente y tiránico, que no admite la posibilidad de lo inesperado ni la irrupción de las tragedias. En ese sentido, la clase media no es otra cosa que un montón de cuentas por pagar, un sálvese quien pueda mensual en donde cualquier pensamiento crítico podría desencadenar una catástrofe. Desde arriba, eso sí, siempre instruyen que consiste en esfuerzo, mérito y buena presencia; la palabra “clase” sólo suena inofensiva si va acompañada del adjetivo “media”.

La expresión “clase media” hace ya cuatro décadas que dejó de ser una identidad asociada a las antiguas instituciones de educación pública, a una carrera funcionaria y a la ilusión colectiva de una minoría orgullosa e ilustrada en un país de pobreza descarnada y sin disimulo -el palacio en una población callampa, parafraseando a Parra-. Ahora es una sumatoria de sensaciones individuales en una competencia constante, como bien lo explican cada tanto los expertos en índices de todo tipo que recurren a la metáfora de la cancha dispareja y la carrera de patines. Un maratón que jamás acaba para una legión de corredores de fondo en total desamparo.

En Chile, la clase media es un discurso imaginario que dibuja un territorio amplio, extenso, una pampa imprecisa en sus límites y sumamente frágil en sus fundamentos. Un presidente multimillonario puede sentirse de clase media y decirlo, lo mismo que un vendedor callejero, una profesora jubilada o el recién egresado que ya antes de encontrar trabajo está endeudado por un crédito de intereses abusivos. Más que un determinado ingreso de lo que se habla en estos casos es de una fantasía cívica que cada quien adapta a su realidad concreta.

Algunos ven la etiqueta desde una cumbre de modestia y sobriedad, otros se aferran a ella para no caer en un foso que aterra de lo tan cercano que se ve. Así es como se construyó la idea de que Chile era un país de clase media: eludiendo definiciones, disipando límites, haciéndole cachirulos a la realidad.

Lo que logró el gobierno con el llamado Bono Clase Media fue romper el hechizo de esta fantasía largamente sostenida, que una vez que se derrumba corre el peligro de ser automáticamente reemplazada por la frustración y la furia. Una política en tiempos de calamidad social con ese nombre y repleto de condiciones calculadas para cumplir el rol de vallas de seguridad dispuestas como obstáculos para frenar a la multitud desesperada, más que un mensaje burocrático, es una burla. Un desprecio calculado para que todos esos corredores de fondo que durante décadas obedecieron cada una de las reglas que les aseguraban un futuro de prosperidad se sintieran puestos a prueba en medio de una crisis que los está dejando exhaustos. Todas esas personas que se identificaban como clase media, ahora se dan cuenta de que la promesa de una buena vida estaba condicionada por un entramado de condiciones de última hora. El gobierno ha logrado que millones de chilenos y chilenas agobiados por las circunstancias hoy se sientan abandonados en medio de una ruta incógnita rumbo al despeñadero.

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