Enzo Traverso, historiador: “Una transformación social y política por vía institucional debe manejarse con mucho cuidado, y creo que eso no funcionó en Chile”

El intelectual italiano, profesor en la Universidad de Cornell y autor de referencia para el estudio del siglo XX, habla de su último libro, Revolución. Una Historia Intelectual, así como de temas y problemas del pasado y del presente.


Una cosa no quita la otra. Vía Zoom desde París, Enzo Traverso (65), historiador italiano avecindado en Francia y profesor en la U. de Cornell (EE.UU.), se ve distendido y expansivo. Casi chacotero, por momentos. Pero ni siquiera en esos momentos deja de tomarse extremadamente en serio un concepto al que acaba de dedicar más de 600 páginas y un trabajo intelectual macerado a lo largo de las décadas: Revolución. Una historia intelectual (FCE, 2022). Un volumen sembrado de imágenes, de hitos y de símbolos, en pos de la mejor comprensión de un término cuyo significado ha ido mutando y cuyos alcances despiertan entusiasmo o repulsa, según el caso.

Confiesa Traverso temor a la completa metamorfosis, en pleno siglo XXI, de un vocablo exprimido cual pomelo y que al día de hoy puede asociarse a las virtudes de un dentífrico o a los logros de un deportista. Si vamos a hablar en serio, se desprende de sus dichos, circunscribamos “la revolución” y “lo revolucionario” a las acepciones que tomaron con la Revolución francesa: las de un quiebre radical del estado político y social de las cosas.

“El espectro semántico de ‘revolución’ es muy amplio y es una fuente de malentendidos y de una confusión muchas veces planeada y programada”, agrega. El concepto “es antiguo y ha conocido muchas transformaciones. Hasta la Revolución francesa definía un movimiento de rotación y de vuelta al punto de partida, como la rotación de los planetas alrededor del Sol. La Revolución francesa introdujo el concepto moderno: un cambio radical de régimen político y social. Hoy se habla de revolución en todos los sentidos. Hay quien dice que el mayor revolucionario del siglo XX fue Bill Gates (risas). Que el nuevo iPhone es una revolución tecnológica. Bombardeados por este tipo publicidad, el concepto de revolución se desvanece: es algo que ya no significa casi nada”.

Tras la proliferación semántica y los abusos conceptuales, entrevé por último el autor de Melancolía de izquierda “el intento de hacer una especie de exorcismo: todo es revolución, para que no se hable de las auténticas revoluciones”.

Siendo además, como dice usted, impredecible e inmanejable, ¿no está en la naturaleza de la revolución prestarse a esos equívocos?

No creo. La revolución es objeto de múltiples interpretaciones y abusos porque marcó profundamente la historia del mundo moderno. Lo que me preocupa es que se haga un uso apropiado de este concepto. Una revolución es un corte radical que surge desde el cuerpo de la sociedad, que surge desde abajo, que es empujado por un movimiento de masas. Una revolución es un momento en el cual las capas explotadas, oprimidas, las clases subalternas, históricamente excluidas del poder, toman conciencia de su fuerza, se transforman en sujetos históricos, irrumpen en la escena de la historia y cambian la sociedad. Esa es una revolución.

Su libro menciona “el movimiento insurgente de la juventud en Chile”, a propósito de 2019. ¿Ha seguido lo que vino ocurriendo desde entonces?

No conozco suficientemente la situación chilena como para dar respuestas muy acabadas. Creo, sin embargo, que el movimiento de 2019 tenía incontestablemente potencialidades revolucionarias. Luego, hubo un cambio institucional que pasó por una mediación electoral. Siempre hay en la historia una desconexión entre los movimientos revolucionarios y la sociedad. Hay una desincronización: esos movimientos miraban más allá de la sociedad en su conjunto, y probablemente esta sea una de las razones que explican por qué el proyecto de Constitución no fue aprobado en un referendo donde se expresa la ciudadanía en su conjunto, no sólo los sectores movilizados. Hay una dialéctica entre las vanguardias, aunque sean un movimiento de masas, y la sociedad en su conjunto. Si se quiere hacer una transformación de la sociedad y de la política por medios democráticos e institucionales, hay que manejarla con mucho cuidado, y creo que eso no funcionó en Chile.

“La revolución será feminista o no será”, se oía en las universidades chilenas en 2018…

Yo creo que las feministas tienen razón: la revolución del siglo XXI, si tiene lugar, tendrá que ser una revolución feminista. Y tendrá que ser también una revolución LGBT, ecológica, antirracista, contra las desigualdades sociales macroscópicas del mundo de hoy. Ahora, el concepto de interseccionalidad no es la causa de la fragmentación que estamos viviendo: es, yo creo, la premisa para impugnar y superar esa fragmentación.

El proceso que llevó al plebiscito de salida estuvo marcado, entre otras, por la oposición entre demandas materiales y culturales. ¿Qué tan cuesta arriba se hacen los procesos de transformación en esas circunstancias?

Estas son hoy cuestiones debatidas en todo en todo el mundo occidental. Yo soy materialista en el sentido brechtiano de la palabra: primero el estómago, después la satisfacción de las reivindicaciones culturales. Y pienso que emancipación social y la liberación política tienen que estar conectadas y dialécticamente entrelazadas. Es posible que en Chile se hayan cometido errores en la búsqueda de un equilibrio entre la dimensión material y la dimensión cultural del cambio.

¿Es en la aceptación de los límites de lo posible donde se juega la diferencia entre lo revolucionario y lo que no lo es?

Yo distingo en el libro entre la revolución como acontecimiento, como corte radical en la historia, y la revolución como proceso. La revolución es un corte que produce un cambio y este cambio es una transición que inevitablemente tiene que desplegarse en el tiempo.

Los revolucionarios más ambiciosos, utópicos y radicales, una vez que toman el poder enfrentan una situación objetiva que les impone ser realistas. Si miramos nuestra modernidad política, creo que la democracia, con todos sus límites, es el producto de cambios revolucionarios. Si estudiamos la historia del sufragio universal, vemos que es casi un subproducto de cortes revolucionarios. El derecho de voto para las mujeres es también un subproducto de la revolución. Lo que pensamos como reformas y como condiciones que pertenecen a nuestra vida cotidiana y que son aceptadas por todos, también por los conservadores; los derechos que aparecen hoy como universales e indiscutibles, en un principio fueron afirmados por revoluciones muy ambiciosas y muy intransigentes. Es la dialéctica de la historia.

Usted critica a los historiadores conservadores que ven en el mero impulso revolucionario el germen del terror y el autoritarismo, aunque concede que hay revoluciones triunfantes que han tenido estas características. ¿Qué hace con estas consideraciones?

A veces la violencia asoma como momento normativo del cambio social (como “partera de la historia”, al decir de Marx). Lo que no comparto es la mirada conservadora que dice que las revoluciones desembocan en el terror y en el totalitarismo porque es su naturaleza. Que la revolución, por sí misma, es la actualización de un proyecto de sangre, un proyecto totalitario y de terror. Nunca se hicieron revoluciones para matar o para establecer un régimen de terror. Esa fue, muchas veces, la consecuencia, porque las revoluciones se enfrentan a contrarrevoluciones sangrientas y eso crea una dinámica de terror que puede desembocar en regímenes muy autoritarios.

Y el hecho de que muchas revoluciones tengan estos efectos, ¿no es un factor?

Las tendencias autoritarias de la Revolución rusa aparecieron ya durante la guerra civil [1917-1921] y fueron criticadas desde adentro, no solamente por los conservadores. Hubo revolucionarios que habían participado en Octubre, libertarios comunistas críticos que después serán comunistas heréticos, que criticaron con muy buenas razones y que tuvieron conciencia de que la revolución estaba tomando una dirección muy peligrosa. Una crítica que hago a la izquierda de mi propia generación, por ejemplo, es que haya apoyado, por muy buenas razones, al Movimiento de Liberación Nacional en Vietnam y en Camboya, cuando estaban combatiendo al imperialismo, y no haya comprendido que había tendencias autoritarias muy poderosas dentro de esos movimientos, lo que en el caso de Camboya produjo, desde el principio, un régimen totalitario. No haberlo visto es un límite y un error de la izquierda de mi propia generación.

Usted ha observado la ausencia de un horizonte de expectativas en los jóvenes, cuyas acciones le recuerdan más a los movimientos de tipo anarquista que a comunistas o socialistas. ¿Qué tanto inciden acá el individualismo y el narcisismo asociados a las redes sociales?

“Para cambiar el mundo, tenemos que actuar colectivamente”. Esa es una premisa muy arraigada en la conciencia de los movimientos de jóvenes que, sin embargo, nacieron en el mundo neoliberal y no tienen ninguna memoria, como experiencia vivida, del siglo XX. Son movimientos empujados por jóvenes que pertenecen al mundo global neoliberal, que a su vez ha impuesto un modelo antropológico de vida que es individualista. Son las condiciones en las que nacieron y en las que viven. Eso es un dato de la estructura misma de esos movimientos colectivos en los cuales hay individualidades conscientes de sus prerrogativas, lo que implica diferencias notables, como la que puede haber entre los movimientos en el Chile de 2019 y los de 1970.

¿Qué desafío plantea eso?

Bueno, esos movimientos están buscando su propio camino: con muchas dificultades, cometiendo errores, también. Y soy consciente de que no puedo transmitirles un dispositivo estratégico ni modelos de organización, porque los que yo conozco -los modelos y los dispositivos estratégicos de la izquierda de mi generación- fracasaron y ya no son pertinentes para el mundo de hoy. Lo que puedo transmitir como intelectual y como historiador es una memoria. Esos movimientos tienen que ser conscientes de que, a pesar de la invención de nuevos modelos, de la invención del futuro, de la búsqueda de nuevos caminos, ellos pertenecen a una larga historia de la emancipación humana. Entonces, aunque no se inscriban en una continuidad histórica con el comunismo o el socialismo del siglo XX, se inscriben en una continuidad de la historia de la emancipación, una historia muy vieja y muy larga. Esa conciencia falta en muchos casos. Ahora, ¿cómo elaborar un nuevo proyecto? No tengo la capacidad de decirlo. Creo que las nuevas utopías pueden surgir de los movimientos mismos y no pueden ser discutidas ni elaboradas en las torres de marfil.

¿Sigue siendo América Latina ese lugar donde los europeos pueden soñar -o crear laboratorios- con lo que no les es posible hacer en Europa?

Yo diría que un continente que todavía es capaz de soñar tiene más potencialidades que un continente que ya no es capaz. Por otro lado, Europa es un continente que está envejeciendo, mientras Latinoamérica es un continente mucho más joven, lo que me hace pensar que sus perspectivas revolucionarias son mayores que la de Europa, que es el Viejo Mundo.

¿Se diría revolucionario?

No me digo revolucionario, porque para ser un revolucionario hay que hacer la revolución. Me gustaría hacerla (ríe), pero sería un poco ridículo para un académico de una gran universidad de EE.UU. tomar posturas revolucionarias, jugar al revolucionario. No sería algo serio. Como historiador, uno reconstituye e interpreta críticamente el pasado.

Ahora, no me escondo tras una fachada falsa e hipócrita de neutralidad. No escondo mis compromisos políticos: escribo para Jacobin, una revista de la izquierda radical en EE.UU.; escribo en Il Manifiesto, que es un diario de la izquierda radical en Italia. Asumo mis compromisos, pero como intelectual y como historiador debo cautelar mi independencia de pensamiento. Hay un papel crítico que me impide ser lo que Gramsci llamó un “intelectual orgánico”.

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