Noam Titelman: “No hay nada contradictorio en ir al mall en la mañana y a protestar en la tarde”

El expresidente de la Feuc y militante RD dice que los sectores medios y el estallido "tienen, efectivamente, una doble lectura".


El expresidente de la FEUC (2012) cree que el plebiscito puso fin a la adolescencia política de su generación y que ahora les toca traducir sus críticas a la Tercera Vía en propuestas de mayoría. A la vez que apuesta a una alianza de toda la oposición detrás de un pacto social y productivo, asegura que liberales y socialistas tienen bastante que aprender de tradiciones más conservadoras si quieren reconciliar al individuo con la comunidad. Para Titelman, militante de RD desde 2013 y que hoy cursa un doctorado en Londres, el proceso constituyente es la carta que nos jugamos para dar forma a un “nosotros” que sustente la democracia, pero su éxito no está asegurado: “Alguien que se sienta demasiado cómodo hoy, o está mintiendo o se está engañando”.

¿Podríamos decir que ahora empieza lo difícil para tu generación política y para el Frente Amplio (FA)?

Uno de los efectos más positivos del estallido, creo yo, fue sacarnos de esa discusión sobre los últimos 30 años, entre autocomplacientes y autoflagelantes, que nos tenía paralizados para poder discutir sobre los próximos 30. Al gobierno de Bachelet 2 le pesó mucho ese lastre. Y si bien el estallido partió cuestionando esos 30 años, quiero pensar que el plebiscito por fin nos obligó a salir de ahí. Esto es una oportunidad para el FA, porque también nos habíamos entrampado en esta pelea entre generaciones que era tremendamente improductiva y, sospecho, bien poco interesante para la población en general. En ese sentido, yo diría que el estallido terminó con dos atributos del FA que fueron vitales en su origen y en las elecciones de 2017. El primero, ser un cauce para ese voto de protesta que desde 2009 rondaba el 20%. De eso al FA le queda poco, porque ya quedó del lado de la política: de los apuntados con el dedo, no de los apuntadores. El segundo, ser una irrupción generacional, que fue tanto una rebelión contra la generación en el poder como un bypasseo de la generación intermedia que nunca marcó su espacio. Con el plebiscito termina la adolescencia de mi generación y en enhorabuena que por fin se haya acabado, porque ninguna de las generaciones previas la prolongó tanto. La generación mayor tuvo una adolescencia truncada por el Golpe. Y la intermedia se vio infantilizada por la que comandaba la transición y, como nunca se le rebeló, envejeció sin nunca haber sido adolescente.

¿Qué queda entonces del FA original?

Queda, quizás, lo más interesante: el cuestionamiento a los consensos que nacieron después de la caída del Muro. El estallido simboliza el colapso del “colapso del Muro”, de ese relato político que también se llamó “fin de la historia”. Y la pregunta es si en esta pasada logramos cuajar esa crítica en una propuesta política más concreta, cosa que a la izquierda le ha costado en todo el mundo. Y la otra pregunta es si el FA logra ser interesante sin funcionar desde la novedad. Para algunos ha sido bien difícil ese trabajo, porque ser dirigente estudiantil te da mucho más reconocimiento social que ser político. Y un político que sigue las tendencias del rating puede hacerse popular y hasta ganar elecciones, pero eso es espuma. Así no vamos a cambiar la relación entre la política y la sociedad, que es lo que queremos hacer.

En términos ideológicos, ¿quién le ganó a quién en el 80-20 del plebiscito?

Yo creo que quedó derrotada, no sólo con el 80-20 sino con el millón y medio de personas en la calle, la idea de que la nueva clase media simplemente está sufriendo el desajuste de expectativas de un país que va superando la pobreza. Y que el gran desafío de Chile, entonces, sería administrar esas expectativas sin matar la gallina de huevos de oro, que es el modelo de crecimiento que nos permitió llegar hasta acá. Quedó claro que la tarea de la élite es incorporar a la clase media, no “protegerla”. E incorporarse ella misma al país, porque se ha ido arrinconando cada vez más. Parece que ya no es de Plaza Italia para arriba, es de Tobalaba para arriba. Y volvió a mostrar la misma limitación que en el plebiscito del 88: el único discurso que encontró para relacionarse con la clase media fue el del miedo.

Le ha costado mucho interpretar que la clase media no muestre temor a perder lo ganado.

A mí me gusta mucho esa anécdota del Gitano Rodríguez, que en la letra original de la canción “Valparaíso” había escrito “yo nací pobre y siempre tuve un miedo inconcebible a la pobreza”. Pero un amigo suyo, que sí había sido pobre, le dijo: “Cambia esa letra por dos razones: primero, es mentira, no naciste pobre; y segundo, el que fue pobre no siente miedo, siente rabia”. Yo no sé si eso es así, pero intuyo que la élite, cuando intenta leer a esos grupos, proyecta sobre ellos su propio miedo a perder estatus, porque es la ansiedad social que mejor conoce. Eso lleva a la derecha a relacionarse con la clase media desde la lógica del plan Clase Media Protegida: un menú de opciones de protección social a las que la gente podía postular. O con el Bono Plus para la pandemia, que la clase media rechazó de plano y prefirió el 10% de las AFP. Ahora, entender a esa clase media es entenderla con sus contradicciones, yo no digo que sea un agente revolucionario. También hay una visión bastante negativa del Estado.

Hasta podría decirse que estás describiendo a una clase media ultraliberal: no quiere protección social, lo que quiere es plata.

Y yo creo que la clase media y el estallido tienen, efectivamente, una doble lectura. Por una parte, como decía Manuel Canales, hay una especie de liberalismo popular, donde el millón y medio de personas en la calle son un millón y medio de petitorios distintos. La movilización, por ese lado, se sitúa en el campo del deseo. Pero hay un campo de la comunidad que también aparece en ese encuentro. Y ese es el espacio donde los socialistas y los liberales perdemos por walkover frente a los conservadores y los comunitaristas.

¿Por qué?

Mira, a mí me obsesionó hace algún tiempo la economía de la pobreza, que le pone mucha atención a las “trampas de la pobreza” de las que es imposible salir. Y se había descubierto que las personas en la pobreza más extrema, en el África subsahariana o en la India, gastan entre el 2 y el 10% de su ingreso en festivales y actividades religiosas. Un tecnócrata liberal diría: “Estas personas se han dejado llevar por sus pulsiones naturales, por su irracionalidad”. El socialista de vanguardia diría: “No, esto es una falsa conciencia impuesta por la estructura”. Pero el conservador y comunitarista diría: “Esto es el sujeto popular, que te podrá gustar más o menos pero es el que estás tratando de representar”. Y en los últimos años, con el surgimiento de nuevas identidades nacionales y culturales, un cierto mundo liberal percibe que la democracia está en peligro por un exceso de identidad que bloquea el debate racional, pero yo creo que es al revés: lo que está haciendo agua es la pérdida de espacios comunitarios y de identidad, que son tan vitales para la democracia como el debate racional. Y creo que el punto de encuentro entre esas dos dimensiones del estallido −los petitorios individuales y el espacio de comunidad− es la demanda por dignidad, que logró resumir miles de tesis que uno podría hacer sobre la aparente contradicción entre ambos campos con una idea muy simple: tener dignidad implica acceder a bienes materiales mínimos pero también a un mínimo relacional, en que nos vemos como parte de algo común y nos tratamos como iguales.

Carlos Peña ha planteado que en el plebiscito triunfó una sensibilidad pero no una ideología. ¿Le responderías que triunfó la ideología de la dignidad?

Diría que eso está en disputa todavía. Hay una ideología de la dignidad que empieza a construirse en torno a la idea de pueblo, pero no en términos esencialistas. Quizás lo único interesante que ha surgido del nuevo populismo de izquierda es esa idea que instaló Chantal Mouffe: el pueblo es una construcción política, discursiva, no una entidad preexistente. Y si llevamos esto a la Constitución, el caso paradigmático es la de Estados Unidos: “Nosotros el pueblo…”. Pero el preámbulo del proyecto constitucional de Bachelet parte de una manera que me parece una genialidad: “Nosotros, los pueblos de Chile, nos entregamos a esta Constitución…”. Hay un doble gesto ahí: evitar una noción esencialista de pueblo que pueda suprimir la pluralidad, pero a la vez entender que sin una noción de comunidad que agrupe a las diversidades no hay espacio político, porque cualquier intento de representar al individuo sería una traición al individuo. Uno puede representar al individuo en tanto miembro de un colectivo.

El error, para Peña, sería no captar que la generación del estallido demanda reconocimiento desde expectativas “de mayor autonomía, no menos; de expresión individual y no de pertenencia colectiva”.

Me pregunto por qué asume que para ellos sólo existe la autonomía, o que ese deseo les impide concebir formas de pertenencia a la comunidad. No creo que haya nada contradictorio en buscar autonomía y comunidad al mismo tiempo. De hecho, la mayor autonomía individual se ha dado en las sociedades socialdemócratas. Tampoco hay nada contradictorio en ir al mall en la mañana y salir a protestar en la tarde por derechos sociales. Sólo son excluyentes si tú crees que la clase media se acerca al mall a buscar su autorrealización trascendental. Y así parecen creerlo tanto una izquierda moralizante, que ve en el mall una Sodoma y Gomorra del individualismo, como un mundo de derecha o de Tercera Vía que ve en el mall una iglesia laica. Yo no sé a qué malls van esas personas, porque mi experiencia es que uno va, vitrinea, compra algo y se va para la casa.

Y más allá del mall, ¿cuánto crees que le debe el estallido social a Mark Zuckerberg?

Creo que le debe más a Tony Blair. Es una reacción al entuerto que terminó creando Blair en el mundo al separar la política de las identidades sociales. Porque si no hay más que relaciones transaccionales, las sociedades no pueden convivir. Yo creo, por ejemplo, que en la izquierda no hemos terminado de dimensionar lo que significó perder el espacio de solidaridad que creaban los sindicatos. En Suecia, por ejemplo, la gente conocía a su pareja en las fiestas del movimiento obrero, al casarse le compraban una casa a la constructora de los sindicatos, iban al cine del sindicato, recibían la jubilación de su sindicato y eran enterrados por las funerarias del sindicato. Y el Partido Socialdemócrata era el que expresaba esa identidad.

Pero no fue por culpa de Blair que los sindicatos quedaron a trasmano de las nuevas formas de trabajo.

Claro, emergió una clase media con otra realidad ocupacional y los partidos socialdemócratas tuvieron que reformularse para apelar a ese público. Pero el resultado fue transformar a los partidos en colecciones de candidatos frente a individuos que, con su calculadora personal en la cabeza, votan hoy por uno y mañana por otro. Y se pensó que eso era bueno, porque nos desprendía de identidades atávicas y permitía una elección más racional de dirigentes y, a través de eso, una mejor representación. Pero si yo no tengo ninguna identidad colectiva, tampoco siento la menor lealtad por ningún proyecto colectivo. ¿Es posible conducir eso? Recuerdo que un día, en la Plaza de Armas, cuando RD juntaba firmas para constituirse, había alguien llamando a inscribirse con un megáfono y un pastor evangélico se le puso al lado a hacer su propio llamado. Era una imagen muy curiosa de dos personas llamando a constituir distintos tipos de comunidad. Pero en esa pelea gana el pastor evangélico.

¿Por qué?

Primero, porque promete un sentido de trascendencia que un partido no puede prometer. Segundo, porque ese pastor todavía debe estar ahí, pero los partidos se aparecen cada tanto y después se retraen. Pero hay una tercera razón que es la más compleja para la izquierda: ese pastor puede hablar de un “nosotros” que los demás evangélicos van a entender incluso si no comparten sus opiniones. ¿Cuántos grupos pueden hacer eso hoy en Chile? Cuando el FA habla de “nosotros” ni siquiera representa a sus votantes. Y creo que ese será el esfuerzo constituyente: generar esos grupos que puedan hablar de “nosotros los pueblos de Chile”. No importa si eso queda en el preámbulo, lo que importa es que vamos a tener un tremendo ritual y ahí tenemos que aprender del mundo comunitarista: los colectivos se van generando a través de los rituales y de sus sentidos de proyecto.

Parte de la tarea es construir un “nosotros” haga suyas las instituciones y no se defina por oposición a ellas. ¿Eres optimista al respecto?

Tengo un optimismo escéptico, digamos. No creo que este proceso tenga garantizado legitimar nada, pero es una oportunidad. Y el mayor desafío va a ser darles voz a esos actores que todavía se están estructurando.

En las redes se ha celebrado mucho la extinción de la “vieja democracia representativa”, que ahora será “participativa” o “ciudadana”. ¿Hay una demanda por mejores representantes o una resistencia a dejarse representar?

No sé, pero ese “nosotros los pueblos” implica creer en la representación, no en un mercado de decisiones que cada persona compra según su función de utilidad. O sea, la representación política, al menos para mí, no es algo a lo que nos vemos obligados por carecer de la tecnología para que todos voten desde la casa. Creo que tiene un valor, que nos da un sentido de lo colectivo. Y sigo convencido de que esto supone la emergencia de partidos –que no surgirán ahora, sino al final de este proceso− que deberán representar esas voces.

¿Te sientes en sintonía con los pueblos de Chile al decir eso?

Yo creo que mi rol en estos momentos es sentirme un poco incómodo, e incomodar un poco también. Alguien que se sienta demasiado cómodo hoy, en cualquiera de las posiciones, o está mintiendo o se está engañando.

Tu generación cuajó su relato político desde el repudio a quienes “pactaron” con la derecha en los 90, pero ahora tendrá que pactar con ellos para sumar 2/3 en la Convención. ¿Crees que la identidad grupal pueda salir ilesa de esa inmersión en el pecado original?

Ojalá. Nunca me sentí cómodo con el dedo del impugnador ni con el mote de “nueva política”. La política se renueva en ciertos sentidos, pero en otros se mantiene igual, y el desafío de encontrar ese 50% más uno que pueda darle gobernabilidad a un proyecto es siempre el mismo. Además, la izquierda chilena siempre llegó al poder en coaliciones grandes que reflejaron identidades muy distintas, y hoy necesitamos representar más identidades que nunca. Entonces, no me seduce para nada la idea de un FA que mantenga ese purismo inquisitivo con las generaciones previas para que alguien diga “me gustan esos cabros porque no se juntan con los viejos”. Lo que importa, si queremos ser confiables, es la coherencia ideológica. Y también, por fome que suene, la capacidad de gestión, la política del Excel. Jadue era aliado de la Concertación hasta hace poco y eso a la gente le es indiferente. Confían en él porque ha sido coherente con su visión de mundo y porque ha mostrado capacidad de gestión para traducir ideas en hechos muy concretos.

Pero su ascenso en las encuestas también coincide con su impugnación a la clase política que pactó el 15 de noviembre.

Su ascenso empieza antes. Eso fue un factor, en mi opinión errado, pero detrás de lo que encarna Jadue hay una historia de décadas que al FA todavía no tiene.

¿Te gustaría votar por él o prefieres tener otra opción?

El proyecto de Jadue es distinto al que yo tengo, preferiría otro proyecto, pero más me voy a fijar en las coaliciones y en los programas que presenten. Para mí es muy distinto un Jadue que llega sólo con el PC que un Jadue en una coalición que incluya a toda la oposición. Y tampoco es lo mismo un programa que resultó de una discusión larga entre todos o un programa que se generó en la misma campaña.

¿Hay tiempo para que, desde Harboe hasta Jadue, puedan acordar un programa de verdad?

No sé. Pero sí he visto que en España, en Portugal, en Reino Unido, incluso en Estados Unidos, las izquierdas más radicales y las herederas de los consensos de los 90 han tenido que encontrar maneras de funcionar juntas. Y no sé si el FA sea capaz de unir a esos dos mundos que hoy no se quieren ver, pero creo que va a ser su principal desafío en el corto plazo. La escena medio telenovelesca después del plebiscito, fracasando en el intento de juntarse con la ex Concertación para una foto en común, puede ser un anticipo muy triste de lo que venga para adelante. Podemos gastar mucha energía de una manera bien inútil, porque un mundo político ocupado en esas minucias no tiene cómo enganchar con el 80% que votó Apruebo.

¿En qué tendrían que ponerse de acuerdo para que sea coherente presentar una alianza?

Creo que de a poco se ha ido consensuando −no entre los partidos, sino entre los movimientos sociales y los grupos de pensamiento− la necesidad de un pacto social que abarque el modelo productivo, no sólo los derechos sociales y la redistribución de la riqueza. O sea, que no da lo mismo la manera en que se produce, y que el Estado sí puede fomentar otras maneras de generar innovación, emprendimiento y valor agregado. La visión de fondo, si se quiere, es que las instituciones que le dieron estabilidad al país para crecer en estos 30 años terminaron funcionando como un cortafuego para dar el siguiente paso.

¿Algún ejemplo?

La discusión sobre el sueldo mínimo. Tenemos un ritual que se repite cada año: las dirigencias de los trabajadores se juntan el gobierno de turno, cada uno pide y ofrece con el tejo pasado y finalmente llegan a un acuerdo. Pero el empresariado, que va a terminar pagando esos sueldos, no está en esa mesa, sólo aparece para reclamar por el resultado. Y un clásico reclamo es que les imponen el mismo sueldo mínimo a todas las empresas del país, sin importar su sector ni su tamaño. En cambio, en países con sindicatos potentes que pueden negociar con los empresarios sueldos mínimos sectoriales o incluso a nivel de empresa, el Estado sólo nivela la cancha para que puedan negociar de verdad, no les impone el resultado. Creo que el rol del Estado en ese nuevo pacto también debiera pasar por crear esas condiciones. Hasta el mismo empresariado se dio cuenta, con el estallido, de lo importante que es tener una voz organizada de la sociedad con la cual sentarse a la mesa. Pero de igual a igual.

Estaríamos hablando de establecer la negociación colectiva por rama.

Sí. Pero tampoco podemos calcar los pactos sociales del siglo XX europeo. O sea, ¿cómo se escucha a los conductores de Uber en ese pacto? Todavía no tenemos una solución muy clara.

Se le reprocha a la izquierda promover una sociedad de bienestar sin sincerar sus costos: que la clase media deberá pagar más impuestos, que habrá que jubilar más tarde. ¿Hay temor a hablar en esos términos?

Es interesante el ejemplo de las pensiones. Chile es uno de los países de la OCDE que menos ha aumentado la edad de jubilación.

El que menos.

El que menos, sí. Ahora, ¿es pura coincidencia que también tenga un sistema de jubilación tan individualista? Creo que no. Porque si yo te digo “la jubilación es tu ahorro privado, lo que tú juntaste con tu esfuerzo”, no te puedo pedir que sientas una responsabilidad colectiva por esos fondos. De hecho, si la jubilación es puro costo-beneficio individual, a nadie le conviene que lo obliguen a jubilar más tarde, porque si quiere seguir trabajando lo podría hacer. O sea, el propio sistema excluye el interés colectivo en aumentar la edad. Mientras que en las sociedades donde la jubilación es un pacto entre distintas generaciones y clases sociales, porque tú no sabes cómo te va a ir en la vida, sí puedes plantear un esfuerzo colectivo para que ese pacto funcione.

Muchos en el FA confían en que, cuando el Estado muestre una filosofía más colectiva y solidaria, la gente va a resignar su individualismo y se dispondrá a colaborar con él. ¿Cultivas esa fe?

No, pero les tengo menos fe a los inquisidores, de izquierda y derecha, que pretenden generar solidaridad entre grupos sociales desde un discurso moralista. Crear espacios colectivos de vida cotidiana −y no hablo sólo de espacios estatales− es la única manera vincular el beneficio común al beneficio personal. El NHS británico, al agrupar todos los seguros de salud en un gran seguro nacional, no sólo crea más eficiencia, también crea solidaridad entre enfermos y sanos, entre ricos y pobres, viejos y jóvenes. Y es apoyado desde la derecha hasta la izquierda, en todas las encuestas. ¿Porque el carácter del británico es más colectivista? No. ¿Porque no hay gente fresca que se aproveche del NHS? Sí la hay. Pero ese espacio colectivo promueve otra forma de relacionarse, y en Chile deberíamos aspirar, al menos, a que todos entendamos por qué es necesaria esa relación.

Vitacura y Lo Barnechea fueron el tema de la semana y tú estudiaste Ingeniería Comercial en la UC, algo conoces de ese mundo. ¿Cómo ves a tus contemporáneos de derecha en medio de esta crisis?

Los que entraron a la UDI cautivados por el proyecto popular de Longueira se sienten muy perdidos. Llegaron a ser el partido más grande de Chile, pero no leyeron los cambios sociales y, además, su manera de funcionar se vio muy golpeada por la nueva ley de financiamiento de los partidos. El giro de Bellolio desde el Apruebo al Rechazo refleja muy bien cuánto le ha costado a esa generación ubicarse en este ciclo. Pero ahora están recuperando el entusiasmo con Lavín, le están poniendo todas sus fichas a ese proyecto. RN es otra cultura, con un contacto más directo entre las cúpulas y la militancia más popular, que ha ganado relevancia en las nuevas generaciones. Eso explica en buena parte que hayan leído mejor el estallido y explica, también, que alguien como Mario Desbordes pueda llegar a presidir el partido. En cambio Evópoli, que pareció agarrar vuelo al comienzo del estallido, fue mostrando que no tenía ese arraigo y con el 10% de las AFP terminó a la deriva. Hay una pelea interna en esa generación entre un sector más liberal, que entiende muy bien el miedo de la élite pero también quiere ser parte de un futuro que no va por ahí, y otro sector que se compra completamente la tesis de las expectativas desmedidas de la clase media y que aquí falta inculcar más deberes y menos voluntad de derechos. Creo que están en medio de esa disputa.

¿Y cómo crees que interpretan el déficit de empatía que se le reclama a ese mundo?

Quizás me voy a salir de la pregunta, pero la idea de la empatía me ha parecido una manera equivocada de plantear el problema. Es un concepto que suena a generosidad, suena a calle, a que si la élite tuviera más empatía sería una mejor élite. Pero Cecilia Morel tiene toda la razón cuando, después de decir “no entiendo a esta gente, parecen alienígenas”, dice luego “vamos a tener que compartir nuestros privilegios”. Eso es lo que cabe pedirle a una élite, no que entienda lo que significa ser pobre. Una élite interesante, para mí, no es la que dice “quiero entenderte y ser tu amigo”. Es la que dice: “Yo no te entiendo, no puedo entenderte, pero somos parte de una comunidad que es más relevante que nosotros dos”.

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