Termitas

Congreso-405

Por ahora, las termitas del Congreso están ahí: insectos habitando la estructura del edificio, royendo la madera, alimentándose del techo en un espectáculo secreto. Quizás las termitas son otra insólita medida de tiempo, acaso una vanitas que nos recuerda la frágil entropía que se esconde en los pliegues de lo monumental, una más de las señales inquietantes de este verano incomprensible y tó


Leo que han descubierto una plaga de termitas en el Congreso Nacional. Las notas que relatan lo anterior son breves. Todas cuentan lo mismo de modo casi idéntico. No es ni siquiera gracioso. Tampoco tiene demasiada urgencia. Hay termitas en el techo del edificio. En ese lugar hay madera, dicen. Van a realizar un escaneo estos días, dicen. Van a fumigar en febrero, dicen. Eso es todo. Una noticia breve acompañada de una foto del edificio con los cerros de Valparaíso detrás, otro apunte sin destino, otra historia que nadie se encargará de contar aunque haya varios relatos buenísimos ahí: los ciclos de vida de las plagas que azotan el lugar, los ritos que involucra la fumigación; las historias de vida de quienes fumigan; el mapa secreto de los ductos de ventilación, de los entrepisos; las sombras ominosas de las criaturas que viven ahí de noche.

Pienso en el cine de David Cronenberg cuando leo la noticia. No creo que sea tan raro: en "El almuerzo desnudo" (1991), su adaptación libre de la novela de William Burroughs, el personaje de Peter Weller usaba máquinas de escribir que parecían insectos, se drogaba con pesticida y mataba cucarachas en la muralla con su aliento. Pero también creo que Cronenberg se me viene a la cabeza quizás porque he estado la última semana revisando algunas de sus cintas de modo azaroso y fragmentado, sobre todo las de la década del ochenta. Creo que esa obras son ensayos extremos sobre la consunción de los cuerpos y los modos en que los objetos de la cultura escarban en los aspectos invisibles de lo contemporáneo, interviniendo el campo de la cultura por medio de pesadillas biológicas bajo las cuales se esconden fábulas de una extraña belleza moral. En ellas el horror proviene apenas de leves mutaciones del presente, las que se encarnan en utopías televisivas hechas de snuff movies; en pieles consumidas por la ciencia de modo lúbrico; en comunidades escondidas y perseguidas por el estado; en sueños de destrucción masivas y herramientas quirúrgicas imposibles. Cronenberg describe todo esto con una fascinación literaria, más cercana a Burroughs o al ensayista francés Guy Debord que a los códigos exactos del género del horror o la ciencia ficción más clásica. O, por el contrario, es como si entendiese a esos géneros populares como los único formato posible para desplegar sus ideas. De hecho, es posible pensar que la escena inicial de "Scanners" (1981) (donde la cabeza de un hombre explota en medio de una conferencia) solo es el aspecto superficial de las teorías que disparaba Brian O'Blivion, el profeta de los medios de "Videodrome"(1983), quien financiaba hospicios donde a los indigentes se les daba comida caliente para luego ponerlos a ver tele en cubículos.

"La pantalla de televisión es la retina del ojo de la mente. Entonces, la pantalla es parte de la estructura física del cerebro. Por lo tanto, todo lo que aparece en la televisión emerge como una experiencia crudísima para aquellos que la miran. Por lo tanto la televisión es realidad y la realidad es menos que la televisión", decía O'Blivion. Por supuesto, es imposible no recordar a Debord, que había anotado alguna vez en "La sociedad del espectáculo" (1967), su obra más célebre que "el espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa finalmente más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de este sueño". Puede ser. Quizás haya que ver las cintas de Cronenberg a la luz del situacionista Debord para entender su modo de describir "la falsa conciencia del tiempo", que es como el francés definió también el espectáculo. Mal que mal, aquello está en ese Cronenberg que parecía abrazar el gore cuando en realidad estaba haciendo otra cosa: afinar las coordenadas feroces de su propia estética como artista en formación, décadas antes de abrazar la fría y perturbada violencia de "Promesas del Este", por ejemplo. Por el contrario, desde el cine de género, Cronenberg esgrimía la voluntad de hundirse sin remisión en las grietas y las perturbaciones de lo contemporáneo para entende las deformidades de la piel como una biblioteca de los sentidos ("larga vida a la nueva carne", era el mantra que gritaban en "Videodrome").

Pero me desvié. Quería hablar de las termitas y terminé recordando a Cronenberg y a Debord, ese profeta de los punks y los perdidos, a quien urge releer con atención. Por ahora, las termitas del Congreso están ahí: insectos habitando la estructura del edificio, royendo la madera, alimentándose del techo en un espectáculo secreto. Quizás las termitas son otra insólita medida de tiempo, acaso una vanitas que nos recuerda la frágil entropía que se esconde en los pliegues de lo monumental, una más de las señales inquietantes de este verano incomprensible y tórrido.

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