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Editorial

6 de marzo de 2010

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Cuando esta columna entró a imprenta habían pasado cuatro días desde que el terremoto sacudió nuestras vidas, afectándolas de maneras que aún no podemos evaluar. Creo no equivocarme al decir que a todos los chilenos esto nos marcó profundamente y que, con seguridad, pasarán meses para algunos, años para otros, antes de poder olvidar las secuelas grabadas en cada uno.

Pero lo que más llama la atención son las reacciones que han surgido en las zonas más afectadas del país. Por un lado, las lecciones de solidaridad, comunidad y apoyo, actitudes conocidas por los chilenos y que siempre han surgido en momentos de necesidad. Es algo de lo que todos nos sentimos orgullosos y que nunca nos ha defraudado, ya que querámoslo o no, Chile constantemente se ha visto expuesto a la fuerza de la naturaleza, sorprendiéndonos; pero somos resilientes y ahí estamos, listos, esperando lo que vendrá.

Lo que no puedo entender es este otro Chile, el que surgió en las zonas declaradas de desastre; el vandalismo, la violencia, la intimidación hacia una población lo suficientemente quebrada como para lidiar con un escenario de inseguridad en todos los aspectos imaginables.

¿Qué está pasando por la cabeza de esa gente? O, ¿qué estamos haciendo mal como para que estos personajes puedan surgir de manera masiva?

Sin duda, ahora debemos pensar en una nueva etapa, la de reconstruir. Es el momento de repensar cómo estamos creciendo y qué valores se están entregando, ya que lo peor que nos puede ocurrir es transformarnos en un país donde no nos interesen nuestros vecinos y donde queremos ganar a toda costa, pasando sobre la ley, el orden y las normas más básicas de convivencia.

Hoy sábado espero mirar la última semana y recordar las peores escenas de vandalismo como hechos aislados, porque no somos así, al menos yo me resisto a creerlo.

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