Generalmente, el candidato ganador de una primaria entra a la elección general con una especie de bono electoral. Los partidos se colocan al servicio de su liderazgo y empujan entusiastamente la campaña. Sin embargo, en coaliciones disfuncionales esta secuencia virtuosa se puede transformar en un verdadero infierno. Los partidos perdedores bajan los brazos, agudizan los conflictos internos, se resisten a respaldar al ganador, y terminan atornillando al revés. Es lo que se conoce como “efecto boomerang”. Si bien la legislación chilena prohíbe que los partidos perdedores presenten otro candidato a la primera vuelta, nada los obliga a hacer campaña por el ganador de la primaria.

Esto último es lo que podría suceder en la primaria oficialista. Si sufraga poca gente y el primer lugar se define por pocos votos, la noche del 29 de junio será más de golpes que de abrazos. Incluso, si el ganador se impone por un amplio margen, nada garantiza la unidad. Los perdedores podrían estimular, sediciosamente, candidaturas exógenas al pacto, ya sean de extrema izquierda o de centro dependiendo del color político del ganador de la primaria. ¿Qué hacer entonces? La única opción es buscar un buen pegamento para reunir todos los retazos de una coalición exhausta y moribunda, y bloquear los apoyos a candidaturas ajenas a la coalición. ¿Quién puede cumplir ese rol? No hay otra persona más que Michelle Bachelet. Su misión será evitar que la segunda vuelta sea entre las dos derechas, y necesariamente deberá entrar a la campaña para controlar las pulsiones secesionistas y los inevitables conflictos entre líderes que se tienen ganas. La idea será aguantar como sea hasta las elecciones de noviembre, pasar a la segunda vuelta, e intentar dar la sorpresa.

Bachelet, entonces, entrará en modo “Minecraft”, afirmando con palitos de helado una coalición que ha resistido, pero que muestra evidentes signos de fatiga. Probablemente, será su último baile, el más importante.

Por Mauricio Morales, académico, Unversidad de Talca.