Columna de Óscar Contardo: El repertorio emocional del Rechazo



Uno de los elementos más curiosos de la franja televisiva del plebiscito de septiembre es la manera en que la campaña del Rechazo argumenta a través del contraste de emociones. Según los grupos contrarios a la propuesta constitucional, el proyecto que busca reemplazar al texto vigente está escrito con rabia, una emoción que teñiría todo el proyecto con una pátina que lo permea y lo hace repudiable. Para demostrarlo usan un par de declaraciones desafortunadas de dos convencionales de gran popularidad que apoyan la propuesta plebiscitada, guardándose de exhibir las nutridas declaraciones descalificadoras y groseras de los miembros de la Convención que fueron contrarios a la redacción del texto desde el principio. No aparecen ni las burlas a los pueblos originarios, ni las declaraciones falsarias sobre el contenido de las propuestas, ni las descalificaciones en contra de los adversarios que habitualmente vertían los representantes más conservadores de la Convención que no se resignaban a su rol de minoría política. Esa ira, a veces solapada, otras ventilada con sorna, desaparece del registro de la franja. Lo que queda implícito en la pieza audiovisual, por lo tanto, es que la rabia es un rasgo propio de una parte del espectro político, la más crítica de la Constitución del 80, y no de quienes buscan mantenerla.

Como un opuesto virtuoso a la rabia que recubriría el texto, la campaña del Rechazo propone el amor como la emoción ideal de la que debe surgir una nueva Constitución, sin hacerse cargo de al menos tres elementos. El primero tiene que ver con el pasado reciente, y dice relación con el origen político de la mayor parte de los sectores que apoyan la opción Rechazo. Para esos partidos y dirigentes las emociones originarias de la Constitución que se busca reemplazar nunca fueron un problema. De hecho, no lo era siquiera hasta hace muy poco, por algo llamaron a votar en contra de una Convención Constituyente para el plebiscito de entrada y luego, cuando eran minoría, presentaron como propuestas nuevas proyectos idénticos a los del texto vigente, es decir, no existía ánimo de cambio ni de reforma, el único anhelo era la continuidad. Cabe entonces deducir que se sentían conformes con la emoción originaria de una Constitución redactada en dictadura por una comisión de expertos que solo representaba los intereses de un pequeño sector político -el que había apoyado el Golpe de Estado-, un grupo de personas que trabajó en sesiones privadas en una época en que el país estaba salpicado de centros de detención clandestina y en donde a la disidencia política se la desaparecía, se la exiliaba o se la mantenía bajo acecho. No doy exactamente con la emoción o el conjunto de emociones de las que emergió aquel texto plebiscitado en 1980, durante una votación sin registros electorales y controlada por una junta militar, pero definitivamente no debió ser ni el amor ni la compasión.

El segundo elemento dice relación con la forma en que los partidos políticos que proponen el Rechazo enfrentaron la propuesta de proceso constitucional del gobierno de Michelle Bachelet, es decir, con cerrada hostilidad. Fueron tan contrarios a impulsar esa propuesta, que un exvocero del segundo mandato de la expresidenta Bachelet confesó recientemente en una entrevista que en esa época él no podía usar la expresión “nueva Constitución” públicamente para no molestar a los partidos opositores que hoy piden rechazar para reformar. Así de abiertos estaban al cambio. Apenas asumió el segundo gobierno de Sebastián Piñera, el trabajo avanzado por ese proceso constituyente fue llevado a bodega y la crisis democrática que se anunciaba, según diversos estudios y expertos, fue enfrentada frenando cualquier aspiración de reforma. No es necesario recordar cuál fue el resultado de esa decisión de inmovilidad altamente ideológica. Estos antecedentes desembocan en el tercer elemento ignorado por la franja que apela a las emociones de origen: la campaña del Rechazo no deja claridad sobre la forma en que, una vez descartada la propuesta actual, se iniciará un nuevo proceso impregnado de ese amor que tanto echan en falta. Las señales hasta el momento son ambiguas y contradictorias sobre la forma que tomaría el proceso si triunfa la opción Rechazo, y todo vuelve al Congreso actual: hay sectores que adhieren a la opción Rechazo que se resisten a una nueva Convención, a la paridad de género y aun más a los escaños reservados para pueblos originarios; otros ya relativizan el fin del Estado subsidiario que propone el corazón del texto que se plebiscita en septiembre y un sector -importante en votos en la conformación del Parlamento- sigue fiel a la Constitución de 1980, y consideran a sus críticos enemigos que no merecen la más mínima consideración. Por otra parte, la campaña del Rechazo elude un planteamiento explícito sobre cuáles son los puntos específicos que desdeña o que deberían modificarse. El eje de su campaña es sugerir que la propuesta fue redactada de un modo inconveniente del que se debe sospechar. En el caso de fracasar la aprobación de la propuesta constitucional no está claro que el paso siguiente asegure la emoción prístina y luminosa que la campaña audiovisual de la opción Rechazo extraña.

La apelación amorosa de la campaña del Rechazo no es otra cosa que un disfraz que disimula la habitual estrategia del miedo en estos casos. Como ya ha ocurrido tantas veces, la campaña contraria a la propuesta no informa ni analiza, no argumenta, no plantea un futuro, no rinde cuentas ni asume responsabilidades, sólo se consume en la individualidad de los soliloquios de personas que se duchan -una curiosa propuesta escénica- mientras padecen un pánico insoportable a los otros, un terror pavoroso al disenso, una angustia que se vive en soledad, silencio y desinformación. Es, finalmente, la proyección del miedo de quienes hasta ahora han tenido tanto poder a tener que ceder un poco de ese poder para asegurar la convivencia rota durante una crisis gestionada por la necedad de un gobierno indolente. La campaña del Rechazo es un paseo por los dominios del temor, una emoción que finalmente es el síntoma más evidente del profundo recelo que persiste en ciertos círculos a convivir en una democracia en donde el dinero no pueda doblarle la mano tan fácilmente a los votos.

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