Opinión

El último presupuesto, el primer límite

Nicolas Grau, la ministra de la Segpres Macarena Lobos y la directora de presupuesto Javiera Martínez. RAUL ZAMORA/ATON CHILE

Cada Ley de Presupuestos es un retrato político: revela prioridades, deja huellas y proyecta intenciones. Por eso el Presupuesto 2026, el último del gobierno de Gabriel Boric, es algo más que un ejercicio contable. Se trata, en el fondo, de un testamento institucional. Pero como todo legado, su sentido es disputado.

En su diseño, el proyecto busca transmitir una imagen de disciplina fiscal y orden de cierre: crecimiento moderado del gasto, foco en programas sociales ya existentes, equilibrio entre justicia social y sostenibilidad. Es una señal de “casa ordenada” en tiempos de fragmentación y elecciones. Pero como toda señal, también encierra ambigüedades. No hay aquí una gran apuesta de transformación ni un sello político nítido, sino más bien la administración de inercias: una arquitectura presupuestaria con márgenes cada vez más estrechos.

El aplazamiento de la discusión legislativa -acordado para después de las elecciones de noviembre- confirma esta paradoja. Oficialmente se postergó por razones prácticas: evitar la contaminación del debate en plena campaña. Pero en lo político, el gesto revela otra cosa: el presupuesto fue suspendido en su condición de símbolo. Lo que debía ser el cierre de un ciclo se volvió un texto pendiente, intervenido por la incertidumbre electoral y el desgaste acumulado.

Hay una tensión evidente entre el esfuerzo por proyectar estabilidad y la decisión de dejar que el próximo Congreso -y eventualmente el próximo gobierno- influya en su aprobación final. Esa apertura puede parecer democrática, pero también diluye el sentido del legado. Si el presupuesto se termina de escribir después de la elección, ¿de quién es finalmente?

Más aún, el retiro de la llamada glosa de libre disposición agrega una capa de rigidez que complejiza el panorama. Lejos de abrir espacio a nuevas prioridades, el Presupuesto 2026 cierra puertas. Hereda programas, transfiere compromisos y fija rutas, pero no entrega herramientas. El próximo gobierno deberá maniobrar dentro de un marco inflexible, sin colchón político ni contable.

En ese contexto, el presupuesto no se lee solo como una expresión de orden, sino también como un gesto defensivo. Un intento de control del futuro más que de proyección del pasado. No se trata de obstaculizar -aunque así lo vean algunos-, sino de blindar un modelo, consolidar inercias, fijar bordes. Y, sin embargo, al hacerlo, se sacrifica algo fundamental: la posibilidad de innovar desde el primer día.

El Presupuesto 2026 puede ser visto como una muestra de responsabilidad fiscal en tiempos turbulentos. Pero también como una evidencia de que seguimos atrapados en una lógica incremental, que ajusta sobre lo ya instalado y teme revisar a fondo el gasto público. De ahí la urgencia de discutir -en serio- una modernización institucional del presupuesto. No para destruir lo que hay, sino para recuperar lo que falta: evaluación, flexibilidad y propósito.

Porque si todo presupuesto es un legado, también es una pregunta abierta: ¿qué tipo de Estado queremos dejar -y permitir- para el próximo ciclo político?

Por Natalia Piergentili, directora de Asuntos Públicos de Feedback

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