La responsabilidad presidencial ante el indulto

Hay una serie de riesgos cuando todo el peso de la responsabilidad de un indulto recae sobre el jefe de Estado, por lo que si se decide mantener esta facultad, cabe avanzar hacia un modelo en que, además del Ejecutivo, también intervengan otros estamentos.



La ácida controversia jurídica y política que ha rodeado la reciente otorgación de indultos por parte del Presidente Gabriel Boric ha puesto de manifiesto nuevamente las complejidades que involucra el ejercicio de esta potestad, algo explicable cuando en este tipo de decisiones intervienen una serie de variables que tocan muy diversas sensibilidades. Más allá de las evidentes desprolijidades y gruesos errores con que el gobierno ha manejado este proceso, parece evidente que a la luz de ésta y de las experiencias pasadas ha llegado el momento de reformular sustantivamente esta facultad, a fin de que sus efectos adversos se atenúen y el jefe de Estado deje de exponerse a la presión que significa disponer de esta facultad privativa, con toda la responsabilidad que ello implica.

La otorgación de indultos ha sido ejercida extensamente a lo largo de nuestra historia, y por de pronto todos los presidentes a partir de 1990 la han utilizado. El Presidente Patricio Aylwin concedió más de 900 indultos particulares; Eduardo Frei, 343 y Ricardo Lagos, 240. En las dos administraciones de Michelle Bachelet se otorgaron 77, mientras que en los dos mandatos de Sebastián Piñera se contabilizaron un total de 38. Es decidor que el número de beneficiarios ha venido disminuyendo en el tiempo, probablemente porque los gobiernos son cada vez más conscientes de que la otorgación de estos beneficios normalmente es motivo de cuestionamientos, sobre todo por los discrecionales criterios con que se otorgan.

La facultad de que un Mandatario pueda otorgar indultos particulares, por lo general es una materia muy discutida; sus críticos hacen ver que además de interferir en asuntos que deberían ser resueltos solo por los tribunales -con lo cual se resiente el principio de separación de poderes-, hay riesgos de que se use con excesiva discrecionalidad y mucho más allá de casos excepcionales. En el país ya se ha abierto el debate acerca de si cabe terminar definitivamente con esta facultad del Presidente -parlamentarios de oposición de hecho acaban de presentar una moción en tal dirección-, por lo que será la oportunidad para deliberar acerca de su pertinencia y alcances. Pero si en definitiva se estima que debe seguir existiendo, porque de esa forma se podrían resolver situaciones objetivas en forma más expedita -como la clemencia frente a casos humanitarios o ante delitos que hayan dejado de tener sentido para la sociedad-, es imprescindible modificarla con el fin de que sea una decisión más colegiada y el peso de la responsabilidad no recaiga en una sola autoridad, como sucede hoy.

Puesto que actualmente se trata de una facultad privativa del Mandatario, que no requiere consultar con otros estamentos del Estado, es el jefe de Estado quien en último término es el llamado a ponderar todas las variables en juego, lo que puede llegar a ser extremadamente complejo. Es dicha autoridad quien debe, por ejemplo, resolver el dilema de si un pedófilo o un homicida que reúnan los requisitos para poder optar al indulto, así y todo merecerían tal beneficio, considerando el impacto emocional que su libertad tendría para las víctimas y sus familias. En sus manos queda también evaluar en qué forma se satisface mejor la “paz social”, o cómo se configuraría una causal humanitaria.

Tampoco parece aquilatarse el costo emocional que debe significar para un Presidente la posibilidad de que un indultado reincida, o lidiar con el drama socioeconómico que viven los familiares de un condenado y que claman por su libertad. Depositar en una sola persona el peso de la responsabilidad por las decisiones que se adoptan en materia de indultos aumenta sin duda los riesgos de que el jefe de Estado pueda cometer errores, injusticias o actos arbitrarios, sea por acción u omisión.

Un indulto más colegiado podría ser no solo una mejor forma de reducir el riesgo de que toda la presión se concentre en una única autoridad o que se ponderen incorrectamente las implicancias de otorgar el beneficio, sino que podría favorecer que los criterios aplicados sean más homogéneos y no varíen caprichosamente según el gobierno de turno, porque este proceder a la larga atenta contra garantías constitucionales, como la igualdad ante la ley y la prohibición de que la autoridad establezca diferencias arbitrarias.

Si bien en la mayor parte de los países el indulto sigue siendo ejercido directamente por el jefe de Estado, con amplia discrecionalidad, hay casos en que intervienen distintas instancias, como por ejemplo Grecia, donde el gobernante debe atender las recomendaciones del Ministerio de Justicia y consultar a un consejo de expertos, en cuya composición se consideran jueces. En Portugal y Finlandia, los gobiernos deben escuchar previamente la opinión de la Corte Suprema. Modelos como estos deberían estudiarse para nuestro caso, si es que se decide revisar la institucionalidad del indulto, y de paso sería muy conveniente dejar establecidos en la ley los criterios para actuar respecto de personas que enfrenten una misma condición, por ejemplo, enfermos terminales, porque con ello se reducirían los espacios de arbitrariedad.

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