
Lenin de Tagua tagua
Eduardo Artés volvió a hacer lo que mejor sabe: lanzar amenazas disfrazadas de profecías y después hacerse el ofendido cuando alguien lo toma en serio. Primero dijo con desparpajo que un gobierno de Kast o Kaiser “no va a durar nada”, que “la calle no lo va a dejar” y que él mismo estaría ahí, codo a codo, “con el pueblo”. Luego, cuando lo encararon, reculó con un argumento risible: el problema no es lo que dijo, sino que el resto del país sufre de “comprensión lectora deficiente”.
Lo que hay aquí no es un error semántico ni un malentendido. Es la vieja estrategia de la izquierda dura: amenazar primero, victimizarse después y culpar al receptor por no entender las “profundidades dialécticas” del mensaje. Es el mismo manual que se usaba en los años 60 en Moscú o en La Habana: democracia mientras ganen ellos, revolución permanente cuando pierden.
Artés se presenta como un líder popular, pero en realidad es apenas un remedo de dictador tropical. Un Lenin de San Vicente de Tagua Tagua, cuna original del eterno bolchevique; un Fidel de utilería, un Maduro de bolsillo. Un revolucionario versión fruna, que con suerte ha logrado 100 mil votos en una elección, pero que se arroga el derecho a decirle a Chile qué gobiernos pueden durar y cuáles no.
Lo cómico —y a la vez peligroso— es que este discurso no es un accidente individual. Artés es el extremo gritón de lo que muchos comunistas piensan en silencio. Lo que él lanza sin pudor, otros lo callan para no espantar votantes. Jeannette Jara, el rostro amable del PC, representa esa misma matriz ideológica: la de un partido que jamás renunció a la idea de que la democracia es solo un medio, nunca un fin. La diferencia es que Jara sonríe mientras promete gobernar y Artés grita mientras anuncia que jamás dejará gobernar.
Pero no nos engañemos: es la misma partitura. El Partido Comunista sabe que su candidata no ganará en la moderación, sino en la polarización. Y Artés, con su caricatura soviética, cumple la función de correr el cerco, de mostrar crudamente lo que el PC oculta. La amenaza de caos, de fuego y de calle es parte de ese libreto, aunque venga envuelta en el lenguaje “profético”.
Porque en el fondo, Artés no es un político: es un fantasma bolchevique, un fósil de museo ideológico que insiste en recitar la Internacional con voz engolada mientras el mundo ya pasó a otra página. Su “pueblo” son cuatro nostálgicos de comité, su revolución cabe en un mimeógrafo carcomido y su destino político no es La Moneda, sino una vitrina polvorienta junto a los panfletos amarillentos del MIR.
Puede gritar, puede amenazar, puede disfrazar sus delirios de análisis social, pero lo único que consigue es recordarle a Chile por qué el comunismo nunca fue alternativa, solo tragedia. Y si algún mérito tiene, es este: cada vez que abre la boca, deja en claro que bajo la sonrisa de Jara y el maquillaje del PC late la misma pulsión autoritaria de siempre.
Lo irónico es que mientras acusa a otros de “comprensión lectora deficiente”, es él quien lee mal la realidad. Chile no quiere revoluciones a la cubana, lucha de clases ni camaradas de partido único. Los chilenos quieren orden, quieren paz, quieren progreso. Lo suyo es nostalgia: un panfleto marxista desfasado, con olor a tinta vieja y consignas de museo.
Al final, Artés se disfraza de líder popular pero queda en evidencia como lo que realmente es: un candidato antiimperialista de caricatura, atrapado en un país que ya no compra consignas de barricada. Lo suyo no es valentía política, es un show de amenaza encubierta. Y la burla final es que intenta convencernos de que todo fue un malentendido semántico.
No, señor Artés: lo entendimos perfectamente.
Por Cristián Valenzuela, abogado.
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