Ley antisaqueos y posverdad

Los saqueos y el vandalismo generaron un mayor riesgo local que propició la salida de inversionistas y, por ende, repercutió en un estancamiento de las emisiones.
Los saqueos y el vandalismo generaron un mayor riesgo local que propició la salida de inversionistas y, por ende, repercutió en un estancamiento de las emisiones.


Es preocupante la polémica que ha desatado el llamado proyecto de ley "antisaqueos" (Boletín N° 13.090), recientemente despachado por la Cámara de Diputados y en actual tramitación en el Senado. Lo es porque, al margen de sus posibles defectos técnicos o de la legítima discusión sobre la conveniencia de sus alcances concretos, lo que ha acaparado el debate es la afirmación de ciertos actores sociales en cuanto a que constituiría un intento por "criminalizar la protesta social", es decir, que con él se estaría criminalizando el legítimo ejercicio de derechos fundamentales.

La crítica ha tenido eco en algunos medios y en el entorno legislativo ha provocado tanto sentidos ejercicios de autocrítica pública de algunos diputados como afirmaciones tajantes de senadores en orden a enmendar los horrores de la iniciativa.

Todo esto es desconcertante para cualquiera que lea el texto aprobado por la Cámara con mínima ecuanimidad. Por cierto, se puede acusar en él una serie de defectos técnicos o de concepción, lo que, dicho sea de paso, no es extraño en nuestra práctica legislativa. Sostener, sin embargo, que sirve a la represión de formas legítimas de protesta que, precisamente por su legitimidad, no pueden constituir delito, y que, además, esto sería inédito en nuestro ordenamiento jurídico, es sencillamente ridículo.

Desde luego, porque prácticamente todos los supuestos regulados ya son de algún modo punibles en el derecho vigente. Pero, como podría ser que el derecho penal vigente tuviera visos de ilegitimidad en esta materia, lo decisivo es que no se alcanza a ver de qué forma el ejercicio de la libertad de expresión, del derecho de reunión o de un genérico derecho a protestar pudiera exigir (o siquiera necesitar) la realización de hechos como los regulados, supuesto indispensable para poder afirmar un conflicto de derechos que, bajo ciertas condiciones, pudiera legitimar la prevalencia del derecho a protestar.

Porque no se trata ni de las manifestaciones públicas ni de los inconvenientes que éstas naturalmente acarreen, sino solo de actos violentos (exigencia expresa común a todos los supuestos) que impliquen la paralización o interrupción de servicios públicos de primera necesidad, el lanzamiento de elementos que ponen en peligro la vida o la integridad física de las personas, la destrucción de viviendas, establecimientos o vehículos, el impedimento coactivo de la libre circulación de personas o vehículos o la ocupación de inmuebles, conductas todas que casi con seguridad serán en concreto punibles a título de daños o incendio, coacciones, amenazas, usurpación, violación de morada e incluso, bajo ciertos supuestos, de lesiones u homicidio frustrados, sin contar los desórdenes públicos que les sirven de contexto.

Es cierto que estos hechos no se persiguen siempre, por la tolerancia de los propios afectados o por la incapacidad del sistema penal ante lo masivo, pero eso no altera su carácter punible.

Así las cosas, la crítica podría ser más bien que el proyecto tiene como único efecto aumentar las penas en algunos pocos casos puntuales (porque respecto de los casos más graves, solo se aplican las penas previstas para éstos en el precepto que los tipifica, conforme a una regla expresa de subsidiariedad), con lo cual es casi puramente simbólico.

Como es obvio, sin embargo, el análisis de ésta u otras críticas (por exceso o por defecto) requiere de un mínimo de seriedad en un debate que no ceda a la posverdad.

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