Opinión

Se nos vino la desuetudo

Sesión de este miércoles en la Cámara de Diputados. Foto: Agencia Uno.

Según Hans Kelsen, es función del orden social —porque una sociedad no es más que un orden social— regular la conducta de los individuos, prohibiéndoles ejecutar ciertos actos que se consideran perjudiciales e impulsarlos a realizar aquellos que por alguna razón, se estiman útiles para la sociedad.

Antes que un grupo primitivo de hombres se transformara en un orden social, existía lo que Hobbes denomina, bucólicamente, un “estado de naturaleza”. En un trozo de la película “Las horas más oscuras”, Churchill advierte a su secretaria, que venía a tomar nota de un dictado, que mirase hacia otro lado, pues caminaba en ese momento desde el baño a su dormitorio, en lo que llamó “estado de naturaleza”. A lo que Hobbes se refería con ese término, era una visión mucho más espeluznante que observar a Churchill vestido a la mode, como llamaban antes a esa indumentaria. Así es, para Hobbes, el “estado de naturaleza” es una situación de guerra de todos contra todos, sin ley ni justicia y donde uno solo podía poseer algo mientras no le fuera arrebatado por otro. En tales circunstancias, la vida del hombre era solitaria, miserable y breve.

Como dice Glauco en La República, considerando que resulta mayor mal en padecer injusticias que el bien en cometerlas, convinieron los hombres, en algún momento, que era interés común impedir que se hiciese y que se recibiese daño alguno. Con tal motivo, los individuos decidieron someterse voluntariamente a un soberano, con el fin de que esa persona pudiera emplear la fuerza y los medios de todos, como lo juzgara conveniente, para asegurar la paz y defensa común. Esa primera asociación política trajo el orden y la paz social, pero —como dijo nuestro gran filósofo, Jorge Millas—era aún imperfecta, pues dependía de la voluntad benevolente del soberano, que no se encontraba sujeto a sus propias normas.

El grado máximo de racionalización de la sociedad es el estado de derecho, en que hasta la misma autoridad se halla sometida al orden institucional que se autogenera y regula su propio crecimiento. El estado de derecho es de una importancia tal para la prosperidad de las naciones y el resguardo de los derechos de las personas, que su exigencia aparece en la carta de las Naciones Unidas.

Garantizar el imperio del derecho fue un trascendental paso para la sociedad, pero nada nos asegura que no exista vuelta atrás. Sigmund Freud advierte que el hombre —al contrario de lo que algunos creen— no es una criatura tierna y necesitada de amor, sino un ser entre cuyas disposiciones instintivas existe una buena porción de agresividad, y debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad se ve constantemente al borde de la desintegración. Basta recordar las entusiastas y masivas visitas a las tiendas y supermercados de Concepción, recién ocurrido el terremoto del año 2010, para llevarse todo lo que uno fuera capaz, para darse cuenta lo que sucede cuando la autoridad desaparece. Algunos lectores avispados podrán encontrar ejemplos más recientes.

Pareciera que esa desintegración de la cual habla Freud es lo que está pasando hoy en Chile. Un conocido político de izquierda habla de demagogia e ingobernabilidad, un columnista compara la actual situación a un sujeto en caída libre a un precipicio, a otro, la coyuntura le recuerda los tiempos anteriores al golpe militar y, por último, el más reconocido de los columnistas acusa que en el país, incumplir las reglas se ha convertido en algo habitual, las incumplen los ciudadanos, las incumplen los parlamentarios, las incumplen los jueces: Chile es un país al margen de la ley.

¿Cómo se ha llegado a esta situación? Es la consecuencia de un largo proceso durante el cual se han dejado de cumplir normas importantes que regulan la conducta de las personas, en forma continua y creciente.

Las normas jurídicas, principalmente, provienen del Poder Legislativo, pero también de la costumbre, cuando reúnen ciertas características. Las normas permanecen vigentes hasta que son derogadas por el Parlamento, pero así como la costumbre puede convertirse en ley, la práctica de no aplicar una determinada norma en forma habitual —nos recuerda Hans Kelsen— puede hacer desaparecer esa regla del orden jurídico. Teóricamente la norma sigue siendo válida —nadie la ha derogado— pero es ineficaz, pues nadie la cumple ni está dispuesto a emplear los medios necesarios para exigir su acatamiento. Es lo que se llama “desuetudo”.

Esto ha sucedido, frente a nuestros ojos, en distintos ámbitos y sectores de la sociedad. Un solo ejemplo. Establecimientos educacionales completos han entrado y salido de paralizaciones en los últimos años, no por instrucciones de la autoridad, sino por una decisión de facto de la asamblea de alumnos.  Cuenta Rodrigo Pérez, en su momento presidente de los 4.200 alumnos del Instituto Nacional “… cuando tenemos una asamblea con 200, 300 personas, siempre el que grita más fuerte va a ser la razón (sic) y va a ser más escuchado”. La desuetudo campeando a sus anchas.

Sobran ejemplos respecto a dónde conduce la desintegración de la institucionalidad. Para evitar ese desenlace, lo primero es reconocer que existe un problema. Suele suceder en el campo político lo mismo que con los ciclos económicos: todos están preocupados que no se repita la última crisis y no advierten la que viene, siempre distinta e inesperada.

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