Siria: nueve largos años de guerra

Siria


En medio de la actual pandemia del Covid-19, la mayoría de los temas de política internacional han pasado a segundo o tercer plano, como la pugna comercial entre Estados Unidos y China, la situación en Venezuela o las primarias demócratas. Y, en ese contexto, uno de esos temas es la larga guerra en Siria.

Fue en marzo de 2011 cuando –en el marco de la Primavera Árabe- se inició la guerra civil en este país. Ya habían caído Zine el Abidine Ben Ali, en Túnez; Hosni Mubarak, en Egipto; y Moammar Jaddafi, en Libia, intentaba aplastar las masivas protestas que habían comenzado en febrero de aquel año. De modo que el gobierno de Bashar al Assad parecía –de manera casi irreversible- la siguiente ficha en caer en medio de este “efecto dominó”.

Sin embargo, nueve años después, el gobernante sirio continúa en Damasco, en una posición incluso más sólida, mientras las fuerzas rebeldes que buscaban deponerlo han ido perdiendo terreno de manera sistemática.

El balance de este conflicto, como el de toda guerra, es desolador: 380.000 muertos, aunque muchas ONG afirman que son casi 500.000; siete millones de refugiados que han escapado a otros países, según Acnur; y un territorio devastado por los combates.

En gran medida, esto se explica por la incapacidad de la comunidad internacional para lograr los acuerdos que permitiesen detener este conflicto. Del mismo modo, a lo largo de estos nueve años, hemos visto como una guerra civil se convirtió en el escenario de confrontación de actores regionales y mundiales, en el que además surgió uno de los más brutales grupos yihadistas de este siglo.

Por ejemplo, Barack Obama fue categórico en su discurso sobre Siria, en términos de afirmar que no permitiría que se cruzaran ciertas “líneas rojas”, como el uso de armas químicas en contra de la población civil. Pero cuando se concretaron ataques con estas características, a pesar de las advertencias y la imposición de sanciones, Vladimir Putin logró intervenir como garante de que Bashar al Assad entregaría su arsenal químico para ser destruido en el extranjero. Y así, la esperada y temida respuesta de Washington jamás se concretó.

En 2014, el mundo vio la aparición del Estado Islámico (EI), que de manera desafiante proclamó el nacimiento de su califato en los territorios que esta milicia radical controlaba en el norte de Siria e Irak, estableciendo su “capital” en la ciudad siria de Raqqa.

Su expansión territorial a sangre y fuego, así como sus constantes ejecuciones difundidas por redes sociales, motivaron una tardía reacción de Occidente, que intervino a través de bombardeos sistemáticos que solo lograron gatillar una oleada de ataques terroristas a modo de represalia, fundamentalmente en Europa.

Y la aparición de esta nueva amenaza, eclipsó el conflicto original en Siria. Al menos, hasta que –finalmente- el Estado Islámico fue derrotado al perder su control en Irak y Siria, lo que permitió acabar con su califato. Aunque, en la práctica, el EI continúa siendo una amenaza real, ahora desde la clandestinidad y la dispersión hacia otras zonas de Medio Oriente y África.

En ese marco, la intervención de Rusia en Siria para combatir al Estado Islámico, con el envío de tropas y aviones de combate, fue un punto de inflexión al diezmar a buena parte de esta milicia, pero también a las fuerzas rebeldes que amenazaban a Damasco. El mensaje de Putin fue claro: Rusia respalda a sus aliados.

A todo lo anterior se suma que Irán y Arabia Saudita, que llevan años enfrascados en su propia “guerra fría” por lograr la hegemonía en la zona, entraron al infierno sirio respaldando a Al Assad y a los rebeldes, respectivamente.

Al mismo tiempo, Turquía ha aprovechado este escenario para ejecutar su política de “tolerancia cero” en contra de las milicias kurdos en Siria -que se llevaron el mayor peso en el combate al Estado Islámico-, a quienes considera una amenaza. Y, de paso, Ankara ha avanzado en el fortalecimiento de su “neo otomanismo” en la región.

Los grandes actores mundiales, reluctantes de intervenir de manera más enérgica, se han limitado a ejercer solo un control de daños en Siria. Es que a falta de importantes yacimientos de petróleo, uranio, “tierras raras” u otro elemento estratégico, la idea de invertir más tiempo y recursos en la búsqueda de una solución a este conflicto –a pesar de la constante crisis de refugiados que genera- sigue estando lejos de las prioridades de las principales potencias mundiales. Y eso, inevitablemente, lleva a preguntarse si en un año más estaremos escribiendo sobre cómo la guerra en Siria cumplió una década.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.