
Trump, seis meses después: Gobernar Estados Unidos… y también el mundo

Por Daniel Zovatto, director y editor de Radar Latam 360
Este 20 de julio se cumple medio año del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. En apenas seis meses, ha logrado importantes avances en la implementación de una agenda tan ambiciosa como disruptiva. Pero lejos de limitarse a un simple giro político, su accionar representa una transformación estructural del poder en Estados Unidos y de su rol en el orden internacional. Como lo advirtió Richard Haass, hemos entrado en la nueva “Era del Desorden”.
Trump gobierna con mano dura, rodeado de leales e indiferente a los contrapesos institucionales. Amparado en decretos y poderes de emergencia, ha desmantelado regulaciones, atacado a universidades y centros científicos, debilitado la lucha anticorrupción e instrumentalizado el Departamento de Justicia con fines de venganza. Agencias como la patrulla fronteriza han sido militarizadas y los medios de comunicación enfrentan crecientes presiones. El resultado es el debilitamiento de los pilares democráticos y la consolidación de una “democracia imperial” que empuja al régimen democrático de EE.UU. hacia un punto de ruptura.
En lo económico, Trump ha dinamitado la ortodoxia republicana. Ha impuesto aranceles generalizados, desatado una guerra comercial con aliados históricos y adversarios que aún no está cerrada -habrá que ver que pasa el 1 de agosto- y tensado aún más la relación con China. Su monumental “Big, Beautiful Budget” ha disparado el gasto público, comprometiendo el equilibrio fiscal a futuro. La inflación, situada en 2,7% anual, ha forzado a la Reserva Federal a mantener tasas altas, desatando un abierto enfrentamiento con su presidente, Jerome Powell, cuya independencia Trump amenaza.
Nada de esto es casual: responde a una visión del poder basada en una interpretación expansiva del poder ejecutivo.
La política exterior de Trump también ha sido objeto de una profunda reconfiguración. Ha saboteado espacios multilaterales como el Acuerdo de París o la OMS, debilitado el Departamento de Estado, cerrado la USAID, desechado el “poder blando” y convertido los aranceles en instrumentos de presión política. Su acercamiento a autócratas como Putin, Xi Jinping y Netanyahu, contrasta con el deterioro de las relaciones con la Unión Europea y otros socios tradicionales. “America First” dejó de ser un eslogan para transformarse en el principio rector de una diplomacia unilateral, transaccional y coercitiva en la cual lo que prevalece no son los principios ni las normas sino los interés y la fuerza.
Todo esto ocurre en un contexto internacional de creciente fragmentación, rivalidad estratégica y debilitamiento del multilateralismo. La hegemonía estadounidense iniciada en 1989 tras la caída del Muro de Berlín ha llegado a su fin. En su lugar, emerge un orden incierto, sin árbitros ni consensos. En ese escenario, el liderazgo moral y geopolítico de EE.UU. se diluye. El dólar se debilita y su rol como moneda de reserva global comienza a ser cuestionado. De “nación indispensable” como la definía Madeleine Albright, EE.UU. ha pasado a ser concebida como una potencia impredecible y, para algunos, prescindible.
América Latina no ha sido ajena a esta transformación. La política exterior de Trump hacia la región replica su lógica doméstica: matonismo, coerción y unilateralismo. México ha sido el blanco principal, obligado a contener la migración y el fentanillo bajo amenaza de aranceles punitivos. Panamá ha enfrentado presiones por su rol en la ruta del Darién y la presencia de China en los puertos del Canal. Colombia fue reprendida por su escasa cooperación migratoria y su ambigua lucha contra el narcotráfico. Más recientemente, Brasil se ha sumado a la lista: tras el avance judicial contra Bolsonaro por su supuesta participación en el intento de golpe de Estado del pasado 8 de enero de 2023, Trump amenazó con imponer aranceles del 50 % a partir del 1 de agosto. Lula respondió con firmeza: “Trump no fue elegido para ser el emperador del mundo”. De momento el conflicto se mantiene abierto y en las últimas horas incluso escaló.
Simultáneamente, Washington busca contener la expansión china en la región, presionando a gobiernos y empresas para romper lazos con Beijing. En contraste, las relaciones con Milei, Bukele o Noboa han sido más fluidas, marcadas por afinidad ideológica. Frente a las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua, el tono ha sido duro, pero sin una estrategia clara de defensa democrática.
Hasta ahora, la respuesta latinoamericana ha sido débil y fragmentada. A diferencia de décadas pasadas, no ha surgido una articulación regional sólida capaz de enfrentar los embates de Washington. Ha prevalecido una lógica de supervivencia: ceder sin confrontar, negociar en solitario y buscar beneficios puntuales. Pero comienzan a aparecer señales de reacción. La reunión de los presidentes Lula, Petro, Orsi y Sánchez con Boric como anfitrión este 21 de julio en Santiago, bajo el lema “Democracia Siempre”, podría marcar un punto de inflexión. Será la ocasión para discutir cómo evitar quedar atrapados en la pugna entre EE.UU. y China, y cómo construir una postura común que combine autonomía estratégica y relaciones equilibradas y respetuosas.
Trump, en una entrevista reciente, fue claro: si en su primer mandato quería gobernar y sobrevivir, ahora su objetivo es gobernar Estados Unidos… y el mundo. El rediseño institucional interno y la reconfiguración del liderazgo global están en marcha y de momento pareciera que Trump va logrando imponer sus objetivos y su agenda. Pero las últimas semanas han traído turbulencias: el caso Epstein, el repunte inflacionario, el choque con Powell y una creciente impopularidad de su política migratoria amenazan con erosionar su narrativa de fuerza. Las encuestas muestran un deterioro creciente tanto de la credibilidad e imagen de Trump como en la de su gobierno.
Lo que viene no será menos agitado. Este segundo octavo de su mandato se anticipa aún más tenso y recio. Porque, aunque han pasado ya seis meses, a Trump todavía le quedan siete octavos de mandato. Y, con ellos, la posibilidad real de redefinir las características de la democracia norteamericana a nivel interno y el liderazgo de EE.UU. en el mundo —para bien o para mal.
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