Hablemos de amor: ser mamá cuando tu mamá te hizo daño
Cuando nació su hija, lo primero que Andrea sintió fue miedo: el temor a repetir la historia con su madre, una marcada por la crítica, la violencia y el dolor.

Es difícil ser mamá cuando no tuviste un buen ejemplo de madre. O más bien, cuando tu mamá no fue lo que necesitabas, ni entonces ni ahora.
Durante mucho tiempo pensé que el problema era yo, porque mi mamá nunca logró aceptarme como soy. A pesar de mis logros académicos y personales, siempre encontraba algo que criticar, una pesadez que lanzar. Eso sí: frente a los demás, se apropiaba de cada logro como si fuese suyo. Pero en privado, era otra cosa.
Por años me culpé de la crisis matrimonial de mis padres y de su posterior divorcio. Para ella, que mi papá me quisiera y me protegiera de sus golpes era una señal de manipulación mía para dañarla. Me sentí mala por mucho tiempo. Pero hoy, con distancia, sé que era imposible que yo quisiera dañar a mi madre si lo único que buscaba era que me quisiera.
Cuando supe que iba a ser mamá sentí una alegría profunda. Pero pasadas unas semanas, empecé a experimentar un miedo enorme: no quería convertirme en ella. El temor a repetir su patrón fue tan fuerte que terminé yendo a la psiquiatra. La doctora me tranquilizó. Me dijo que si estaba ahí, buscando ayuda, era porque ya era distinta. Porque era capaz de ver que lo que viví no estuvo bien.
Esa certeza me permitió reconciliarme, en parte, con mi madre. Entendí que su experiencia de embarazo no había sido como la mía, que ella no tuvo las herramientas ni las oportunidades que hoy tengo. Y que, quizás por eso, su forma de maternar fue como fue.
Pero tras el nacimiento de mi hija, todo volvió a doler. Noté que cada vez que la visitaba, mi mamá me comparaba con ella o comentaba —con asombro— que yo era una buena madre, cosa que jamás esperó. Me quedó grabada su mirada una vez en que, en medio de un berrinche de mi hija, me acerqué, le hablé con calma, le expliqué por qué no podía darle lo que pedía y la abracé. Ella interrumpió todo el rato, intentando distraerla y minimizar su emoción. Ese tipo de escenas se repitieron varias veces.
Cuando decidí separarme del padre de mi hija, no pensé que volvería a vivir con ella. Pero aun así me dolió lo que dijo cuando le conté mi decisión: “Si te vienes para acá, yo no te puedo ayudar con la niña”. Como ya me había acostumbrado a su forma de ser, seguí funcionando. Tenía que seguir funcionando para poder maternar, para cuidar a mi hija, aunque dentro de mí se abriera otra herida. Esa pena la procesé mucho tiempo después, en terapia.
Hoy no tengo ningún contacto con ella. Tras varios episodios de violencia, decidí dar un paso al costado. No dudo que me haya querido, pero su amor siempre estuvo condicionado a que cumpliera sus expectativas. Vivir así, con la sensación de no ser suficiente, terminó por desgastarme. Estaba aniquilando mi ya frágil autoestima. Y aunque me costó, fue la decisión más valiente que he tomado: alejarme, y no mirar atrás. No me arrepiento.
Hoy, al verla aparecer en mi mente, me caen un par de lágrimas. Me pasa también cuando veo a mis amigos con sus mamás, cuando en redes sociales comparten momentos con ellas. Yo no puedo hacer eso. Porque, aunque suene duro decirlo, siento que tuve que “matar” esa figura materna para poder seguir viva. Para alcanzar, al fin, una calma que estoy empezando a conocer.
Eso sí, tengo una esperanza: que mi hija sí pueda hablar de su mamá con orgullo. Que pueda decir que tuvo una madre real, con errores y contradicciones, pero que siempre la amó tal como es, que la abrazó cuando lo necesitó. Eso quiero para ella. Eso estoy tratando de ser.
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