Sobrevivir a un accidente cerebral (estando embarazada)

Con 30 semanas de embarazo, Fernanda Rozas fue a la clínica porque pensó que estaba resfriada. Terminó hospitalizada por un mes. Esta es su historia.




“Hace casi cinco meses y justo cuando se estaba terminando el año, amanecí con dolor de garganta. Era un dolor fuerte, incluso me costaba hablar. Pensé que era una amigdalitis o Covid, y con 30 semanas de embarazo, decidí que lo mejor era ir a Urgencia. Así que fui a dejar a mi hija de 3 años al jardín, le avisé a mi marido y partí a la clínica.

Pero el doctor dijo que eso no era amigdalitis. Comenzaron a hacerme varios exámenes y, tipo cuatro de la tarde, le dije a Andrés, mi marido, que mejor fuera a acompañarme, porque todo se estaba poniendo medio raro. No sabían qué tenía.

Fue a las cinco de la tarde cuando se dieron cuenta que tenía un trombo en la zona de la garganta, por lo que ese jueves 30 de diciembre me dejaron hospitalizada en el área de la maternidad. Pero al otro día, el 31, un nuevo examen arrojó otra noticia: tenía también una bacteria en el corazón. Una válvula estaba dañada, tendrían que operarme a tajo abierto y, por supuesto, sacar a mi hijo Raimundo antes de eso.

Entre el cardiólogo y el ginecólogo acordaron que era importante esperar un par de semanas más, que ojalá mi guagua tuviera unas 36 semanas antes de que naciera y operarme. Esa era la idea: esperar hospitalizada, y con esa esperanza pasé el año nuevo allí. Pero cinco días después, cuando salí de la ducha, sentí que todo mi lado derecho se durmió por completo. Perdí el lenguaje: llamé a mi hermana y no pude hablarle; le escribí un whatsapp a mi marido y no me salía ninguna palabra coherente. Solo pude leer un mensaje donde él me preguntaba “¿Necesitas que me vaya a la clínica?” y yo logré escribir: sí.

De ahí no me acuerdo mucho más. Por supuesto, no fui consciente de que un coágulo se había ido a mi cerebro y me estaba dando un ataque cerebrovascular, además de tener endocarditis infecciosa. Eso lo sabría después. Pero sí recuerdo dos cosas: mi hermana tomándome la mano y diciéndome que fuera fuerte, que confiara en mí, que mi mamá -que falleció hace siete años- me estaba cuidando. Y también recuerdo que mi marido se despidió. Me dijo que estuviera tranquila, que si yo quería partir, que él cuidaría a nuestros hijos. También me preguntó si quería quedarme o quería partir. Yo le apreté fuerte la mano, intentando decirle que no me iba a ir a ninguna parte, que yo iba a salir de esta, que yo me quedaba acá. Extrañamente yo no sentía angustia, sino más bien confusión, de no saber qué pasaba, pero al mismo tiempo tenía una especie de certeza de que estaríamos bien.

Al otro día, siete de la mañana, me llevaron al pabellón para la cesárea de Raimundo; yo apenas me enteré. Me acuerdo que quería poner una canción para cuando él naciera, pero fui incapaz de decirlo. Tampoco ahora recuerdo cuál era esa canción, pero sí sé que era una que me recordaba a mi mamá.

Con 31 semanas, nació Rai, se fue a la incubadora y yo trataba –no sé de qué forma– de decirle a mi marido que le sacara muchas fotos para verlo. Porque yo no podía ir a neonatología a verlo, ni podían trasladarlo para que viniera a mi habitación. Para ninguno de los dos era seguro movernos desde donde estábamos: él estaba con oxígeno y en una especie de bolsita. Yo tenía un reposo estricto, acostada en todo momento de modo 100% horizontal. No podía moverme porque podría tener otro accidente cerebrovascular. Debía recuperarme algunos días, tomar anticoagulantes entre otros medicamentos, para poder operarme al corazón en un par de días.

Poco a poco comencé a recuperar el habla, muy lenta al principio. Me costaba recordar palabras, nombrar objetos, todo era confuso. La operación estaba fijada para el 18 de enero y el día 17 me llevaron a conocer a mi hijo: yo necesitaba verlo; no se sabía qué podría pasar y yo tenía que conocerlo antes, en el caso de que las cosas no salieran bien. Fue todo un operativo para trasladar la camilla, fui acompañada por cinco personas. Y llegué: lo tuve en mis brazos y me sentía tan dichosa. Era pequeñito y lindo.

Al día siguiente me operaron a las ocho de la mañana, desperté a las cuatro de la tarde en mi habitación. La operación salió bien, pero quedó líquido en la zona del pulmón y eso me provocó el dolor físico más horrible de mi vida, durante tres días. Tras una limpieza salió el líquido y el dolor empezó recién a ceder.

Ahí comencé con sesiones de kinesiología, fonoaudiología, reactivando todo mi cuerpo muy de a poco y también mi lenguaje. Mi hijo menor estaba en neonatología y mi hija mayor en casa. Mi marido me acompañaba durante el día, también mis hermanas, amigas, tías, amigas de mi mamá. Esa contención de todos fue muy importante y yo siempre mantuve mi fuerza. En mi cabeza la única opción posible era que esto iba a pasar y que íbamos a estar bien, mejor que antes.

Justo el 30 de enero, un mes después de que llegué a la clínica, volví a mi casa. Raimundo se quedó en la clínica y yo volví a abrazar a mi hija mayor. Llegué débil, pero cada día fui mejorando. No me podía bañar sola –mi suegra me ayudaba–, tampoco podía tomar más de dos kilos de peso, tenía que comer papilla y volver a masticar muy de a poco. Estaba muy torpe, se me caían las cosas de las manos. Todos los días iba a ver a mi hijo a neonatología, para tomarlo en brazos –él ya pesaba más de dos kilos y era la única excepción de hacer fuerza– y darle su mamadera.

La recuperación ha sido difícil, especialmente lo relativo al lenguaje. Pero todos dicen que ha sido rápido. Hasta hace un tiempo atrás había palabras que yo no podía recordar: si la fonoaudióloga me mostraba una tarjeta donde aparecía un perro, yo le decía que ese era un animal de cuatro patas, que vivía en la casa, que era una mascota, pero la palabra perro no me salía. Hasta ahora se me olvidan cosas, pero logro recordarlas.

Alguna vez el neurólogo me dijo que tenía que abrirme a la posibilidad de que yo quizás nunca volviera a estar como antes, y me puse a llorar en la consulta. Sé que lo hizo de buena fe, como para prepararme, pues ha sido muy amable siempre. Pero eso me quedó resonando y con los días me dije: ‘No. Yo sí voy a volver, y mejor de lo que era’.

Hoy no tengo dudas, tengo fuerza. En la última consulta que tuve con el cardiólogo, él me dijo que estaba muy contento, ‘porque podría haber salido todo tan mal y salió todo tan bien’, y me quedo con eso. Para todos ha sido difícil, pero estamos saliendo adelante. Hoy tengo a mis dos hijos en la casa, a mi marido, y yo estoy cada día mejor. Mi hijo Raimundo tuvo que salir de mi guatita, donde estaba tan cómodo, para yo poder salvarme. Y mi hija mayor, Laura, con solo 3 años me esperó todo un mes y también resistió mucho. Mi marido se hizo cargo de todo, apoyándonos. Y cuando voy viendo que cada día estoy siendo más yo, eso me da la energía para seguir. Este mismo testimonio es como cerrar un capítulo y empezar otro. Por eso todos los días me despierto y me regalo una sonrisa a mí misma. Vamos bien”.

Fernanda Rozas tiene 36 años y es ingeniera comercial. Al día siguiente de esta entrevista recordó que la canción con la que quería que naciera su hijo era Crazy Love, de Michael Bublé, y comenzaron a escucharla juntos.

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