Trauma estético: Cuando los estándares de belleza son heredados y culturales

Más allá de lo que vemos en la publicidad y en los medios de comunicación, ciertas nociones sobre lo que es bueno o no en términos estéticos han sido traspasadas a través de nuestras familias y seres queridos, aunque ni ellos mismos se hayan dado cuenta.




Hace un tiempo que está más o menos claro que no debemos referirnos a las características físicas de nuestros hijos e hijas como buenas o malas, y que lo mejor es potenciar rasgos de su personalidad, intereses y talentos. Pero incluso siendo consientes de esto, muchas veces transmitimos traumas y creencias sin querer, que terminan arraigados en los niños y niñas, y que muchas veces juegan un rol en la construcción de su identidad y autoestima.

“Qué ancha es mi nariz”, alega una mamá frente al espejo, sin tomar en cuenta que su hija, que tiene la misma nariz, se encuentra cerca y puede escucharla. Aunque la mamá hacía el comentario para sí misma, la niña algo aprendió: que esa característica que comparten no es deseable y que ella tampoco debería estar conforme. De hecho, la primera vez que pensé que ser flaca era un atributo no fue porque lo vi en una revista o en una publicidad. Fue cuando escuché a apoderadas de mi curso comentar el peso de una compañera y preguntarse por qué la mamá no hacía algo al respecto.

A lo largo de nuestras vidas, aprendemos a navegar por aquello que entendemos como belleza, hasta que logramos dar con un concepto que nos acomoda. Pero en el camino nos encontramos con comentarios de personas incautas y mandatos que, inevitablemente terminan formando parte de ese constructo.

El concepto trauma estético fue acuñado por la psicóloga de Washington DC, Afiya Mblilishaka, para referirse a las experiencias negativas relacionadas con la apariencia. Pone como ejemplo el caso de personas negras, que como parte de su cultura han incluido productos que suavicen su cabello o carísimas pelucas que escondan sus rulos naturales. Lo mismo pasa con las mujeres orientales, que viven en medio de una industria de la belleza potente que incluso se ha occidentalizado, pero que encuentran en sus parámetros de belleza culturales el blanquearse el rostro.

Se trata de pequeños traumas o experiencias que van más allá de lo que se ve en los medios de comunicación y que potencialmente podríamos identificar como nocivos y eliminar de nuestros parámetros. Son situaciones culturales, que fueron traspasadas por nuestras familias, vecinos y amigos. Mbilishaka explica que esto pasa mucho cuando se habla de grupos de hermanos o hermanas: se comparan y definen cuál es el más guapo, quién está más delgada, quién está gorda, quién no heredó los ojos claros. En mi caso, mis tías me compadecían porque había heredado sus tobillos anchos antes de que fuera algo que me molestara.

Javiera Sáez (45) nunca escuchó un reproche por parte de su mamá en relación a su físico. Tampoco de su abuela. Pero sí vio como ellas vivían constantemente restringiendo lo que comían, compartiendo dietas y recetas bajas en calorías, y comentando cuánto pesaban. A ella nunca le dijeron que no era flaca ni que comía mucho más que ellas, pero sí se lo hicieron sentir al actuar como lo hacían.

“A mi me dejaban comer lo que quisiera, pero resulta que como las veía poner menos en sus propios platos o estar tan contentas cuando entraban en tallas más chicas, sentía que yo estaba haciendo algo mal y que quizás creían que no iba a tener el control o la fuerza de voluntad que ellas sí tenían para bajar de peso y mantenerme flaca”, cuenta.

A Andrea Díaz (34), en tanto, la comparaban con sus compañeras de curso. Su mamá, sin criticarla directamente, se refería a lo rubia que era una amiguita y a lo delgada que era otra. Constantemente hablaba sobre personas con este tipo de rasgos, tan poco propios de nuestra nacionalidad, además, logrando que Andrea se preguntara por qué su mamá odiaba tanto el pelo negro y grueso, la piel morena y los ojos cafés que comparten.

Es muy difícil sanar traumas que no sabemos que tenemos. Es complejo darse cuenta de que cosas que aprendimos a lo largo de nuestra vida no son tales, sino que construcciones de los demás que calaron hondo en nosotras. Pero hacerlo es la única forma de romper con la cadena y evitar que las próximas generaciones las hereden también.

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