Por Pablo OrtúzarEl futuro se juega en escuelas y cárceles

Hay dos temas fundamentales que brillaron por su ausencia en la primera vuelta presidencial: la calidad de las cárceles y la calidad de la educación escolar. En ambos casos estamos frente a historias de abandono: a nadie le interesa invertir en mejorar lo que hay. Sin embargo, todo el mundo quiere erradicar la delincuencia y que sus hijos lleguen lo más lejos posible en su formación. Todos, también, quieren mejores trabajos y mejores sueldos.
¿Cuál es el problema? Que desear todo eso sin hacernos cargo primero, invirtiendo tiempo y dinero, en subir el nivel de nuestras cárceles y escuelas es construir un atajo imaginario. Es muy simple: un buen recinto penitenciario es uno que permite controlar la vida de los internos. A la pena se le llama privación de libertad porque el preso ya no decide qué hace ni a qué hora lo hace: todo se encuentra regimentado, limitado y vigilado. Ese control es el que permite neutralizar su peligrosidad. Y conseguir ese nivel de dominio sobre cada reo es caro y complejo. Requiere espacio, gendarmes anónimos y especializados, altos niveles de organización y racionalización institucional y muchos recursos. El problema de no invertir en esto (porque es impopular), pero sí en perseguir delincuentes (porque es popular), es que las cárceles terminan transformándose en bunkers de las bandas criminales. En todo el mundo el crimen organizado busca el control de los recintos penitenciarios, pues los pueden transformar en verdaderas fortalezas financiadas por el Estado.
Una cárcel sometida a una banda narco, por ejemplo, le brinda a los delincuentes todas las comodidades del exterior (basta corromper con pagos y amenazas a los gendarmes), pero con importantes ventajas: están protegidos de sus enemigos por la propia policía nacional. Además, tienen a toda la población penal a su disposición para traficar y levantar recursos. Y, finalmente, pueden afianzar alianzas, planificar operaciones, formar a nuevas generaciones y reclutar soldados. Todo en el mismo lugar y pagado del bolsillo de las víctimas de la delincuencia.
Invertir a medias en cárceles, entonces, es traspasar recursos a los criminales. Pero invertir en serio es altamente impopular. Claramente tenemos una discusión pendiente, que no podemos eludir imaginando cárceles en islas, barcos o aviones.
Algo parecido pasa con el tema de la educación primaria y el desarrollo personal y nacional. A nadie le importa la educación escolar. Las notas se regalan, nadie repite, la exigencia es nula y el desprecio a los profesores está en un máximo histórico. A la escuela se le trata como un corral para niños y jóvenes que les brinda cierta contención mientras los adultos trabajan. Todo esto fue agravado por las reformas introducidas por la segunda administración de Bachelet, siguiendo las consignas del movimiento universitario del 2011, primer trampolín del Frente Amplio. Llevamos décadas sin discusiones sustantivas sobre educación. A lo largo de los últimos 20 años todos los estudios muestran lo mismo: un 80% de los jóvenes deja la educación secundaria sin entender lo que leen ni manejar aritmética básica, ambos objetivos de primaria. Y ahora, gracias a los incentivos del CAE y la gratuidad, el mal se va traspasando a la educación superior, que ofrece, como nos mostró la FNE el mes pasado, sin que nadie pusiera el grito en el cielo, un enorme número de carreras sin futuro laboral (35% de la oferta, a la que asisten un 40% de los estudiantes).
No es popular invertir en que los estudiantes aprendan a entender lo que leen y a manejar la aritmética básica. Casi todos prefieren ayuda pagando el cartón de educación superior. Pero si no hacemos el esfuerzo de mejorar la habilitación cognitiva de los menores, lo que viene después es básicamente un simulacro educativo. Y nunca lograremos aumentar la productividad. Necesitamos desesperadamente un nuevo pacto social en educación. Estamos destruyendo una cantidad enorme de recursos y de esperanzas. Pretender olvidarnos de los ciclos iniciales y poner todas las fichas en la educación superior es otro atajo imaginario, igual de absurdo que invertir ingentes recursos en labores de policía, pero no en las cárceles.
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