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FOTO: CARLOS ALARCÓN

Daniela Ortega: "Desperté en la mitad de mi cirugía"

"Mientras procesaba lo que estaba pasando, empecé a sentir un dolor horrible y muy agudo en las piernas. Era como metálico. Como cuando tu cuerpo está caliente, tocas un metal helado y sientes que quema por el frío".


Hace siete años me hicieron una operación que cambió mi vida para siempre. A mediados de septiembre del 2011, empecé a sentir dolores en la cadera. Tan fuertes, que me dificultaban hasta caminar. Yo vivía junto a mi hija en La Herradura, en la Cuarta Región, y mi trabajo me hacía viajar constantemente a Santiago. Eso no me ayudaba mucho en mi dolor. Pasé meses sufriendo, casi arrastrando una pierna, antes de ver un médico.

Unos amigos me recomendaron un traumatólogo muy bueno y reconocido que atendía en una clínica de Santiago. Fui a su consulta y tras revisarme me dijo que tenía un pinzamiento de cadera. Mis piernas eran como las de una Barbie: sólo las podía flectar, pero no podía rotarlas. El doctor me pidió exámenes; y luego concluyó que lo mejor sería operarme. Me dijo que era una intervención que duraba 15 minutos, máximo 20, y que necesitaría sólo una noche de hospitalización. Después podría continuar con mi vida de manera normal.

Era fin de año y se me venía un cambio de vida importante: soy ingeniera comercial e iba a asumir un cargo gerencial y otro en una universidad como académica en marzo, por lo que tenía que mudarme a Santiago. Así que agendé mi operación para febrero, cuando ya estuviera definitivamente en la capital.

El día de la operación fue todo normal. Llegué sola a la clínica porque mis papás vivían en La Herradura y mi hija -que tenía seis años- estaría con ellos mientras me recuperaba. Además, el doctor me había dicho que era algo muy sencillo.

Ya en la habitación, esperando la cirugía, entró alguien a preguntarme lo estándar: mi edad, si tenía cirugías anteriores, alguna alergia. Le pedí que me pesara y me midiera, porque no sabía esos datos. Me dijo que no era necesario; y al ojo me dijo "pesái 70 kilos y medí 1,70".

Después me llevaron al pabellón. Allí estaba el equipo médico esperándome y me dijeron que todo iba a salir bien. Me pusieron la mascarilla. Me dormí de inmediato.

No sé cuánto tiempo habré estado sobre la mesa, pero en un momento empecé a despertar. Abrí los ojos y vi la sala de cirugía. Noto que había una persona muy cerca de mí con unas hojas en la mano, mientras hablaba por teléfono por un problema con sus vacaciones. Sí; yo había despertado en plena cirugía.

En esos momentos me sentía como en una nube de malestar general y confusión. Miré hacia abajo, donde estaban mis piernas. Como era una cirugía laparoscópica, tenía tubos delgados y largos en ellas, pero no vi a nadie trabajando en mi cuerpo. Tenía una sabanilla tapándome el área abdominal y los pies amarrados con un trapo cualquiera. Mientras procesaba lo que estaba pasando, empecé a sentir un dolor horrible y muy agudo en las piernas. Era como metálico, como cuando hace mucho frío. Como cuando tu cuerpo está caliente y tocas un metal helado y sientes que quema por el frío. Es difícil de describir, pero es como que te pusieran un clip con dientecitos metálicos en la carne viva.

Debo haber estado despierta un par de minutos, hasta que pude hablar. Me costó mucho hacerlo. No sabía si estaba viva o muerta. Era como estar en una película; veía todo como en un túnel, con la orillita iluminada. No era una visión nítida al principio. Tampoco tenía conciencia del dolor o de que me estaban operando amarrada a una camilla.

Pero pude hablar; y les dije que me dolían mucho los pies. Ahí el equipo médico reaccionó y corrieron hacia mí. Me durmieron inmediatamente.

Las cosas empezaron a complicarse. La operación que debía ser de 20 minutos, duró horas. Me fui a mi casa sin ningún tipo de rehabilitación ni bastones de apoyo. Sentía dolor, pero pensé que era normal y no le presté importancia. A los 10 días me fui al aeropuerto para empezar las vacaciones con mi hija, pero en el check-in tuve que pedir una silla de ruedas. Me molestaba estar de pie. No me dejaron subir al avión. Volví al doctor y en la consulta me enteré que quedé mal operada: me habían fracturado la cabeza del fémur y habían sacado la cápsula que lo recubre, por lo que necesitaría rehabilitación y una licencia larga. Me dijo que en unos meses más me operaría la otra cadera

Quedé en shock. Apenas salí, me puse a llorar de impotencia y miedo. No volví nunca más y me aguanté el dolor. Recorrí varios doctores pidiendo ayuda y ninguno quería operarme. Hasta que en mayo entré de nuevo a pabellón en otra clínica y comencé un largo proceso de rehabilitación que duró tres años.

La primera licencia fue de 60 días. Yo había empezado recién en mi trabajo, no me aceptaron las licencias y me echaron. Tuve que vender mi casa en La Herradura, me fui a vivir de allegada donde una amiga en Santiago Centro y por un año casi no vi a mi hija, que quedó con mis papás en el norte.

Recién ahora puedo hablar de esto. Me tomó tiempo reflexionar sobre lo que pasó. Fue tan traumático haberme despertado en la operación y lo que me pasó después, que quise olvidarme de todo. Por eso mismo no demandé a la clínica ni a los médicos; no quería recordar nada. Esto fue un punto de inflexión en mi vida y ahora estoy en un mejor lugar. Soy independiente y vivo en Talca con mi hija. Sólo los fuertes dolores que aún persisten me recuerdan ese mal momento.

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