¿1999, el mejor año en el cine?

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Aún hay tiempo para mirar atrás y ahora deseo volver a verlas con distancia. Ver si son, en efecto, clásicos o si se están beneficiando de la nostalgia noventera.


Quizás fue culpa del tema ochentero de Prince que se bailó en tantas fiestas por todo el planeta ese 31 de diciembre del 98: "I´m going to party like it´s 1999". O sea, voy (vamos) a festejar como si fuera el año 1999. El borde del fin de siglo. A un año del fin. Del fin del siglo y el comienzo de un nuevo milenio. Quizás fue el temor a que a lo mejor el año nuevo del 2000 (ese Y2K tan temido y marqueteado, esa aterradora y anunciada noche del 31.12.99 que daría paso al 01.01.00) no iba a llegar. Todos los computadores personales, casi todos conectados a módems y a la red (a Internet, como terminó llamándose) más todos los millones de ordenadores escondidos en los vientres de los gobiernos, empresas, rascacielos, aviones, hidroeléctricas, ascensores, podrían fallar. Alguien los programó mal por allá por los 60s. En vez de entrar al nuevo milenio volveríamos al poco digital año de 1900.

Al final, como hasta los millenials lo saben, nada se vino abajo. El virus Y2K no se inoculó. Lo que sí sucedió fue que los 90 empezaron a sobrevalorarse y a volverse retro y hasta recordados con cariño y filtros y una pátina de añoranza vintage. Existe una teoría respecto a la nostalgia: lo que viste en el cine (en cable o en la tele) o lo que bailaste o escuchaste (cds, walkmans) en tus dos últimos años del colegio (esos temas que sonaron en tu graduación) son los que, por defecto, te marcaron y fascinaron. Son esos productos culturales que crees que son los mejores porque te ayudaron a ser mejor o te acompañaron o te abrieron los ojos o oídos al mundo. Son las películas y las canciones y los libros que marcaron tu vida.

Quizás porque yo viví los 90 enteros (no fueron mis años adolescentes ni los recuerdo con particular cariño) que esta mirada cachonda hacia los 90 me disturbe un poco. ¿Fue tan cool? No lo tengo tan claro. Quizás por eso leí entre fascinado y atento (y con bastante distancia) un libro (casi un artefacto cultural) titulado Best. Movie.Year. Ever: How 1999 Blew Up the Big Screen del crítico cultural Brian Rafferty, que escribe para medios norteamericanos como GQ, Wired y Rolling Stone. El sostiene (argumenta, propone, engrupe) que 1999 fue uno de los años milagrosos en cuanto a cosecha cinematográfica (o quizás el mejor, punto). Rafferty cree que lo que sucedió hace 20 años fue soberbio: no sólo se estrenaron grandes películas sino que esas cintas terminaron permeando y adelantando y pronosticando lo que estamos viviendo (o padeciendo, quizás) hoy. El libro es excesivo y copuchento y muy bien reporteado. Dan ganas de creerle a Rafferty. Muchos ya lo hacen, sobre todo aquellos que tenían entre 14 y 19 ese año (o que procesaron los filmes del 99 unos años después en ese invento aun no del todo estudiado que fue el cable) y han recibido este libro como una prueba fehaciente que, en efecto, ese año 1999 fue alucinante.

¿Lo fue?

El libro logra convencer en parte por la suma de títulos claves que cita: desde El informante de Micheal Mann (qué gran cinta es; la vi en un cine Las Lilas desolado) a El sexto sentido (no creo que sea para nada un clásico) pasando por la comedia romántica de adolescentes Diez cosas que odio de ti (que catapultó a Heath Ledger al estrellato). Sí deja claro que hoy muchas de estas cintas no se producirían ni serían las joyas de los estudios o se hubieran realizado pensando en Netfix o HBO. Intenta convencernos de la importancia de Election de Alexander Payne y eleva la importancia de Ojos bien cerrados de Kubrick. Cuando Rafferty habla de aquellas que quizás no han envejecido tan bien como Belleza americana o Los chicos no lloran o The Blair Witch Project las salva con buenos argumentos ligados a cómo sembraron su tip de subgénero o por adelantarse a temas que hoy son cotidianos (la caída de los suburbios y los matrimonios; la identidad sexual; el cine de terror barato como lugar de ensayo para la industria). Rafferty asume que no todo lo que sucedió ese último año de la década fue celebrado de inmediato. Muchas cintas fracasaron comercialmente. Entiende que la fama y el rótulo de culto de cintas como la ácida Enredos de oficina de Mike Judge o la propia El club de la pelea (quizás la cinta que más ha crecido) fueron ralentados y encontraron su público gracias al VHS que estaba de salida y al DVD que estaba ingresando a los Blockbuster con una fuerza arrolladora.

Yo no me acuerdo o, para ser preciso, me acuerdo de todo, pero no recuerdo sentir que estaba viviendo un año tan histórico. En el mundo cinéfilo siempre se ha celebrado 1939 (El ciudadano Kane, Lo que el viento se llevó) o casi todos los años setenteros: el 72, el 74, el 75, el 79. Una vez, durante un Sanfic, me tocó entrevistar a Paul Schrader, guionista de Taxi Driver, que partió dirigiendo en los 70. Le pregunté: ¿durante los 70 todos sabían que estaban viviendo en los 70? ¿tenías claro que estabas creando en medio de un momento tan clave? Schrader me respondió: obvio que no. Eso me sucede: vi todas las películas y si bien muchas me impactaron (Matrix, Magnolia, Las vírgenes suicidas) nunca me imaginé que alguien iba a definir ese año como clave. Seguro que ese año reclamé por lo mala que estaba la cartelera. Me gustó mucho El talentoso Mr. Ripley pero reconozco que no me percaté que en 20 años más su slogan sería la base en que se sostienen las redes sociales: es mejor ser un falso famoso que un desconocido real.

¿Cuánto se necesita para sentir que algo que uno vio es un clásico? Veinte años al parecer es un buen número, aunque creo que uno tiene más afinada la distancia cuando ya empezamos a hablar de 25 años o de 30. Si los críticos se tropiezan al no poder captar que esa cinta que languidece en un cine sin público es una futura obra maestra, ¿por qué no puede errar el público que pagaba su entrada? Después de la batalla todos son generales, dicen. Yo que estuve ahí aburrido y deambulando y a la deriva el año 99, confieso que nunca me imaginé que estaba viviendo un año tan clave. Amé Magnolia y Las vírgenes suicidas pero no fui capaz de apostar por ese año como uno histórico. Aún hay tiempo para mirar atrás y ahora deseo volver a verlas con distancia. Ver si son, en efecto, clásicos o si se están beneficiando de la nostalgia noventera.

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