Culto

El sueño de una sombra: un relato de Irene Vallejo

Cuando muere alguien querido, se desvanece el futuro que no compartiremos, pero también grandes regiones del pasado. Lo que vivimos juntos, la jerga íntima, las canciones, los chistes incomprensibles para el resto del mundo y los recuerdos quedan huérfanos igual que un zapato solitario.

Irene Vallejo © James Rajotte.

Cuando muere alguien querido, se desvanece el futuro que no compartiremos, pero también grandes regiones del pasado. Lo que vivimos juntos, la jerga íntima, las canciones, los chistes incomprensibles para el resto del mundo y los recuerdos quedan huérfanos igual que un zapato solitario. Tenemos que acostumbrarnos a un mundo podado, a una casa vacía. Todo sigue en su sitio, pero nos parece gastado, insulso y tedioso. A medida que pasan los días, disminuye la incredulidad de la ausencia, pero subsiste esa aspereza, como una miga alojada en la garganta, como un guijarro en las botas, y ese ardor sin freno que sube a los ojos.

Y fantaseamos. Loca e inútilmente, los llamamos por su nombre para que vuelvan y restauren el mundo tal y como era. Por eso, todos los grandes mitos incluyen una bajada al país de los muertos. Odiseo había dejado viva a su madre cuando partió a la guerra de Troya, y ya nunca pudo despedirse de ella. En el imaginario homérico, cuando un héroe desea hablar con un espectro amado debe ejecutar un ritual de tintes vampíricos: sacrificar un animal, llenar un hoyo de sangre y dejar que el fantasma se sacie. Tras beber la negra sangre, Anticlea reconoce a Odiseo y ambos rompen a llorar. «Tres veces me acerqué, y tres veces voló de mis brazos semejante a una sombra o a un sueño. “Madre mía, ¿por qué no te quedas cuando deseo abrazarte para que ambos gocemos del frío llanto?”. “Ay de mí, hijo mío, esta es la condición de los mortales al morir: los nervios ya no sujetan la carne ni los huesos, y el alma anda revoloteando como un sueño”».

Este breve episodio de la Odisea describe bien cómo retornan los muertos, siempre de forma incompleta, etérea, pero deseada. Nos visitan de noche, mientras dormimos, “revoloteando como en un sueño”. Los escuchamos en una nota de voz que quedó varada en el teléfono, y nos golpea esa repentina proximidad. A veces, los dedos reproducen inconscientes la costumbre de hacer una llamada que nadie contestará. Al oír un ruido de pasos o una llave que hurga en la cerradura, levantamos la mirada hacia la puerta, ensordecidos por el galope del corazón.

Ovidio relató en las Metamorfosis, donde abundan los personajes desgarrados, una leyenda sorprendentemente apacible sobre amor y muerte. Se cuenta que cierto día Júpiter y Mercurio bajaron a la tierra disfrazados de viajeros. Al llegar la noche buscaron cobijo, pero sólo les acogieron dos ancianos, Filemón y Baucis, que compartían una pobre cabaña. En su desvencijado interior, se derrumbaba el techo, apuntalado con varas de madera. Baucis avivó el fuego con roncos soplidos, mientras Filemón salía al huerto a recoger frutas. Tambaleándose, Baucis preparó la mesa en el centro de la choza, usó un tiesto para calzarla y la limpió con una mata de menta. Sobre ella fue colocando un panal de miel, queso, dátiles, manzanas. Los anfitriones sonrieron disculpándose ante sus invitados, las arrugas se enmarañaron alrededor de sus ojos. “Somos dioses”, dijo Júpiter conmovido. “A cambio de vuestra hospitalidad os concederemos un deseo”. Filemón miró a Baucis y le susurró al oído. “Estamos muy unidos. Queremos morir juntos para que yo no vea la tumba de mi esposa ni ella tenga que enterrarme”. Júpiter les concedió más que eso. Llegado su día, los transformó en dos árboles –una encina y un tilo–, que siguieron vivos uno al lado del otro. Generación tras generación, los habitantes del lugar colocaban guirnaldas en sus ramas.

“Cementerio” es una palabra griega que significa “dormitorio” y revela que nuestros antepasados querían ver en las tumbas las camas donde reposan tumbados los muertos. En la Antigüedad las decoraban muchas veces pinturas de brillantes colores, escenas de la vida que parecen decir que nada fue en vano, que los difuntos supieron disfrutar su tiempo, que se marcharon cargados de luminosos recuerdos. También nosotros celebramos el Día de Muertos con despliegues de vitalidad: conjuros de canto y llanto, de comida y colorido, de memoria y misterio reclaman a los ausentes para que regresen como sombra o como sueño. A lo largo de la historia, los días de difuntos han existido en civilizaciones diversas y sin contacto entre sí, alejadas por océanos de tiempo y de distancia. Necesitamos, al menos una vez al año, celebrar que los muertos florecen en la vida de los vivos.

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